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Antonio Alvarez-Solís Periodista

Lenguaje para la guerra

El autor analiza el lenguaje utilizado por España en los procesos de descolonización, comparándolo con el inglés «siempre contenido y repleto de matices», para afirmar que se ha tenido que ir dejando la memoria de «un país ácido, negado a toda reflexión verdadera, incapaz de tender el último puente». Así, analiza la respuesta del ministro Rubalcaba a la declaración de ETA. Califica su respuesta como «elementalidad verbal de mesón de carretera», de la vieja España que «demanda dosis de violencia, al menos interna, para no disolverse».

Hay una constante en la historia española que la convierte en tragedia permanente: la incompetencia verbal. Todas las grandes potencias, actuales o pretéritas, han sufrido el mal trance de la descolonización, pero siempre han dejado una puerta abierta al entendimiento final. Inglaterra es un caso paradigmático de sutilidad para abandonar con provecho lo que trató de conservar con brutalidades policiales y militares durante un periodo dado, a veces muy largo. En este sentido hay que mencionar a la India. Cuando al fin el gobierno británico se vio obligado a admitir la independencia de la India, que había producido ríos de sangre, lo hizo de forma tal que sus intereses económicos, políticos y culturales permanecieron allí con un acusado vigor. Del Ulster se ha ido mediante un comportamiento similar. Recuerdo cuando los combatientes del IRA volaron el yate de lord Mountbatten, primo de la reina y último virrey en las tierras del Indostán. Los ministros ingleses mostraron el dolor por la muerte del ilustre personaje, pero mientras la policía hacía su trabajo, el Gobierno inglés mantenía abierta su puerta a la posibilidad de negociación. Y así sucedió primero en las colonias del norte americano, en Australia, en África... El lenguaje inglés fue siempre contenido y repleto de matices.

España nunca ha hecho eso. Los españoles han tenido que irse de América, del Pacífico, de África dejando tras sí la memoria de un país ácido, negado a toda reflexión verdadera, incapaz de tender el último puente. España es un colosal fracaso intelectual. Los españoles han perdido finalmente todas las guerras y al mismo tiempo han mantenido perpetuamente frente a sí al enemigo. Es falso eso de la comunidad de sangre y de espíritu. Incluso corre peligro evidente su lengua en muchas de sus antiguas colonias. Repito lo de Erasmo, que es una frase que tengo en la cabecera de mi cama: «No placet Hispania».

Esta reflexión resulta insoslayable al pie de la última frase del ministro Rubalcaba, un ejemplar perfecto del homo hispánicus: el ministro ha asegurado que la oferta de tregua por parte de la organización armada vasca se debe a que «ETA para porque ya no puede más». «Está muerta». Y en consecuencia ese infausto ministro añade que de su política antiterrorista Madrid «no va a cambiar ni una coma». Creo que el futuro será un mal «arrivederci, España» -porque las guerras coloniales siempre se pierden- y que lo español constituirá muy largamente para los vascos, excepto para los habitados por el alma oligárquica que se complace en la Corte de Madrid, un mal recuerdo, un residuo emocional antipático.

La frase del sombrío ministro español puede significar dos cosas igualmente peligrosas: o que cree en la victoria final en la guerra del norte, lo que va a empobrecer aún más las posibilidades españolas para conservar al vasco sujeto a su dominio, o que encierra una provocación para mantener la guerra al considerar que el desafío puede provocar una respuesta violenta. Espero que esto último sea apartado de las presuntas tentaciones etarras a fin de contribuir eficazmente a edificar la política pura que han acordado los abertzales de izquierda. Cualquiera de las dos interpretaciones a que acabo de referirme nos situaría frente a una política ministerial absolutamente desnortada. España no puede seguir encastillada en la política como arte de lo imposible.

El Gobierno de Madrid se empecina en su exigencia del «abandono definitivo de las armas». Ante todo, ojalá este hecho pueda producirse. Pero si se llega a eso ¿sabe el señor ministro -e incluso le sucederá también al aparato de algunos partidos vascos- que va a encontrarse con una realidad ya inesquivable? Y esa realidad consistirá en la carencia de argumentos presentables para impedir que el soberanismo vasco pueda operar a ventana abierta. Porque no cabe engañarse: la cuestión real que preocupa angustiosamente a Madrid no son las acciones armadas en sí mismas y sus consecuencias mortales -si les preocuparan patrióticamente ciertas muertes habrían retirado las fuerzas armadas de Afganistán- sino que de súbito quede despejado el camino para convocar a la ciudadanía vasca a la autodeterminación. Ahí radica el meollo de todo este endemoniado asunto. Es falso que Madrid ofrezca una vía dialogada verdadera si ETA entrega las armas, lo cual reforzaría más a los vascos que a los españoles. La guerra que dura ya desde que con la transición se rearmó la violencia antivasca, no resolverá a fondo la cuestión de los miles de ciudadanos vascos privados de su más importante ciudadanía, que es la ciudadanía política. Los gobiernos españoles se suceden con un lenguaje idéntico acerca de este dilatado y envenenado problema. España no quiere culminar el proceso de regresión que le llevaría a reencontrarse con lo que estrictamente es lo español. Algo de imperio ha de quedarle para que el españolismo se encuentre digno de sí mismo. La intoxicación histórica que conlleva el imperialismo en su más pétrea expresión perdura de un modo tan perverso en la estructura moral e intelectual de España que demanda crecientes dosis de violencia, al menos interna, para no disolverse. La irritada política española, como sucede con los virus, y alguna vez me he referido a ello, necesita una célula viva en que alojarse, en este caso la violencia sobre Euskadi o Catalunya, para tomar de ella el material genético que le permita la perpetuación.

El último comunicado de ETA pudiera incluso convocar a una serie de agentes extranjeros a expresar, en algunos casos con crecida determinación, su exigencia de que el problema vasco se resuelva sólidamente, ya que no puede estar convertido por el Gobierno de Madrid en un absceso de fijación de la intoxicación política que sufre España en muchos y variados campos. La creación de estos campos para fijar, concentrándola, la expansión de algo patológico suele convertirlos contrariamente en difusores del mal si no se sajan o se tratan con determinación, sobre todo si se abonan con un lenguaje que fomenta el proceso. El lenguaje es la primera herramienta que ha de cuidarse con sumo cuidado para no atraer más aversiones poderosas. Y ese lenguaje, evidentemente, no lo posee el Sr. Rubalcaba, que es de una elementalidad verbal de mesón de carretera. Llegados aquí ni siquiera hay que preocuparse ya del lenguaje que suele emplear el Sr. Ares, que parece de capataz para acobardar a gentes tenidas en poco.

La política de concentrar fuerzas abertzales para recuperar la representación política en el Parlamento de Gasteiz se presenta hoy con un nuevo y atractivo rostro. Hablar de ella con sospecha, evidentemente maliciosa, no conduce a ningún resultado aceptable. Esa concentración arrincona aún más herramientas espurias como la Ley de Partidos, que expresa la simplicidad con que la política española aborda las cuestiones de más calado. Si Madrid tuviera un poco de sensibilidad política quizá hoy no daría el campanazo de la derogación de tan monstruoso e irracional texto sino que se limitaría a irlo disolviendo, mediante aperturas políticas concretas, en la aceptación de las manifestaciones que ahora se tienen por condenables. Pero dudo que los gobernantes españoles, ya estén en el poder o en la oposición, procedan con tal habilidad. Los gobernantes españoles necesitan urgentemente flexibilizar su musculatura. Y no sólo los gobernantes sino esa masa ciudadana que aún sigue creyendo en el poder de los Tercios de Flandes. Los españoles viven de herencias que ya están inservibles. Y con ello se condenan a sí mismos a un triste y destructor artritismo político.

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