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Crónica | Fira Tàrrega

No es sólo un imprescindible encuentro con las artes escénicas, también un contagioso estado de ánimo

Con un moderado descenso en el número de espectadores colapsando sus calles, Tàrrega recibe a artistas, programadores, profesionales y curiosos que la convierten por trigésima vez en el centro del mundo de las artes de calle y performativas.

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Carlos GIL

Cuando esta noche se empiecen a desmontar los espacios que cada año se reinventan en la ciudad ilerdense de Tàrrega para poder acoger las actuaciones más variopintas de todas las artes escénicas, se habrán consumido muchas ilusiones, se habrán creado muchas expectativas, a través de las cerca de noventa propuestas de teatro de calle, danza, performances, musicales, circo y cualquier manifestación inimaginable que han conformado esta trigésima edición de la una de las manifestaciones de encuentro entre creadores y programadores más importantes de Europa.

Con el curso lectivo empezado, con la ciudad en plenas fiestas patronales, con un ambiente electoral flotando en el ambiente y que se plasma en una inusitada presencia de políticos en almoneda en el día de la inauguración, la edición de este año viene marcada por el cumplimiento del mandato de cuatro años de director artístico de la misma, Jordi Colomines, que ha logrado abrir espacios no habituales y periféricos para las nuevas propuestas menos convencionales, racionalizar los espacios y bajar el número total de representaciones para hacer una oferta más asequible a los profesionales. Todo hace que existan menos aglomeraciones, que se pueda disfrutar de manera más sosegada de los trabajos, tanto los de libre acceso, como los tarifados.

Si algo parece ser una asignatura pendiente de los últimos años de esta Fira es que el espectáculo inaugural nunca cumple con las expectativas creadas. Se han buscado muchas fórmulas, desde el encargo al concurso, pasando por la elección de mercado, pero existe este estigma que se asume como integrante de la idiosincrasia del evento. Este año, una conocida compañía argentina de espectáculos aéreos, Voala Project, ofreció «Muaré», con música de rock en directo, formando a más de veinte metros de altura imágenes sugestivas, con sus doce actores creando figuras que, por imperativos geométricos y de la ley de la gravedad se quedan limitados a un corto repertorio de posibilidades sin arriesgar la seguridad, por lo que se convierten en reiterativos. Mirar al cielo estira la piel del cuello.

Cada feriante se hace su hoja de ruta, que se cumple o se debe improvisar debido a los imprevistos múltiples, a las sugerencias, a los encuentros paradójicos que van convirtiendo esta gymkana teatral en una tormenta de sensaciones encontradas, por lo que, cuando se reflexiona sobre muchos de los trabajos presenciados, hay que introducir un factor muy poco empírico, el estado de ánimo, que te hace ver con mejores ojos espectáculos menores o, al contrario, te hace recibir con un plus de vulgaridad analítica otras propuestas más elaboradas estéticamente.

El payaso Leandre es uno de esos artistas incuestionables que, solo o en compañía de otros, crea momentos irrepetibles, fabrica islas emocionales donde un gesto, una mirada, un detalle hace que exploten las carcajadas o que una placentera sonrisa se instale en la cara de la mayoría de los espectadores. Esta vez en solitario, recibiendo su casa, «Chez Leandre» para demostrar en treinta minutos que a veces la medida sí importa y, en este caso, la justa medida para dejarnos ungidos por una extraña bendición de ecuménica sensibilidad.

Una preciosa joya de arquitectura industrial dedicada a la fabricación de utensilios agrícolas mecanizados, la fábrica Trepat, es el lugar elegido por la compañía Kamchatka para ofrecernos una de esas experiencias en las que cada espectador se convierte en protagonista de una historia. Se va escribiendo a partir de las circunstancias, siguiendo un recorrido por espacios de una casa, un almacén, salas, patios, todos ellos alterados por la intervención artística y siempre acompañados por actores que van creando un mundo inquietante, confortable en ocasiones, y que al salir cada espectador se lleva sus sensaciones, la recolecta de la lucha entre lo racional y lo sensitivo, las dudas, la reflexión sobre los límites del propio hecho teatral.

Cosa semejante a lo que se siente frente a los holandeses de Ro Theater/Jetse Batelaan y su «Broeders», colocando su espacio neutro, un cerco de tablones de madera que hacen un cerrado rectangular instalado en una rotonda ciudadana. Con una grada para los espectadores y los actores proponiendo un juego de dobles, de viajes casi imposibles del realismo más detallista a lo simbólico o incluso surrealista, en una trama dramatúrgica aparentemente muy sencilla, reiterada, pero que va provocando sensaciones cambiantes, desde el aburrimiento a la inquietud, con toques de humor mineral rozando un ingenuismo casi infantiloide. Infra actuación en choque con excitaciones y aceleraciones. Y un mensaje transversal: la soledad, la dependencia, la locura, los límites entre la aceptación de la realidad y la imaginación.

Más clásica es la estructura dramática de «Salto Mortle», un espectáculo de gran formato, para plazas, presentado por los polacos de Teatr Strefa Ciszy, en donde los protagonistas son seis pianos que sirven como elementos de transformación espacial, de referencia discursiva que fueron la fuente de inspiración ya que durante la segunda guerra mundial se confiscaron cientos de pianos de cola por las tropas soviéticas que posteriormente fueron hundidos en un lago polaco. Estética perfilada, ritual kantoriano, movimientos de danza contemporánea reconocibles, iluminación que subraya y una música que lleva en volandas a los intérpretes y que moviliza resortes emocionales escondidos de los espectadores.

Buen trabajo

Además de los espectáculos que uno presencia en estado de entrega, asiento, apoyo estable, están los que se ven de refilón, sin haber previsto su visualización, y así nos encontramos felizmente Vero Cendoya y Adele Madau y su «El jardí», delicada muestra de danza y música en directo, dulce y agresiva a su vez, La Veronal y su «Finlandia», también con música en directo, danza, texto, canciones, un espectáculo que sentimos entretenido, divertido. En el espacio de 23 Arts, vimos un cabaré guiado por Alba Sarraute, donde aparecían artistas de circo con números inverosímiles, todos de corta duración, vindicación que la conductora plasma con su ácido humor, recordando que un número de siete minutos estirado a una hora para poder ser contratado es un desastre y solicitando atención para estas piezas cortas, en ocasiones grandiosas en su concreción. El desplazamiento de un lugar a otro es ir acompañado de pasacalles, las obras de animación, ese magma que se aumenta con la proliferación de decenas de artistas por libre, en cualquier esquina.

La presencia vasca de este año es con espectáculos contrastados, de los que ya hemos dado cuenta en sus estrenos hace pocos meses. Repasemos: la coproducción murciano-vasca, «Habitus Mundi» ganadora el premio de la Umore Azoka, revolucionando con sus monjes sinuosos allá por donde pasan; Trapu Zaharra y su «Camping Renove», como siempre más cuajado que cuando se estrenó y convenciendo a su numerosa clientela fija, que es mucha y fanática, de estos cómicos vascos. Los carros de fuego de «Éxodo» de En la Lona, formando parte de un paisaje muy reconocible ya que se trata de una estética muy frecuentada en Tàrrega, y cerrará la presencia, y casi la edición, Gaitzerdi Teatroa con su «Udamina», filigrana estética, donde el uso de los elementos y los movimientos espaciales forman parte de su tejido discursivo.

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