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Francisco Letamendia Profesor de la UPV-EHU

La estrategia de la provocación

El autor aboga por una «exigencia simétrica» en la que, al mismo tiempo que se reclama a ETA que clarifique su posición, se pida al Estado español que sustituya la estrategia de la provocación por «vías exclusivamente políticas y democráticas». En ese contexto, considera esencial la presencia de instancias internacionales en el proceso.

Mucho habrá que decir y debatir sobre ese proceso, en cuyo inicio nos encontramos, de transformación del sector político vasco que es hoy aún una ciudad asediada, afincada en la cultura de resistencia, en un gran movimiento que encauce el complejo, heterogéneo y potencialmente hegemónico mundo del nacionalismo vasco de izquierdas. Proceso que exige, por supuesto, el fin de la violencia propia y el uso de vías «exclusivamente democráticas y políticas», al que apunta inequívocamente ese primer paso cauteloso y aún insuficiente anunciado hace una semana por ETA.

Pero lo que me interesa analizar aquí es la estrategia del Estado español y sus poderes ante el actual proceso. Mil veces expuesta por el ministro del Interior y rubricada por los partidos de Estado, ha sido resumida de la manera siguiente: cualquier paso a dar exige que ETA deje la violencia definitivamente entregando las armas, o que en caso contrario la izquierda abertzale deje a ETA

La prohibición (el sábado 11 de septiembre) de una manifestación en defensa de una amplia gama de derechos civiles, incluyendo el de la vida, se inscribe en este silogismo: como ETA no ha dejado la violencia en los términos descritos y Batasuna no ha dejado a ETA, se impone la ilegalización plena de todo acto con participación de sus miembros, acompañada de su criminalización continuada. Sólo el mantenimiento sin fisuras de tal estrategia, se afirma, conducirá al fin definitivo de la violencia.

Admitamos por un momento que tal línea de actuación, criminalizar y castigar a personas cuya única relación con ETA es hoy la de presionarle para que abandone la violencia (lo que admiten partidos y medios españoles), sea eficaz. Nos encontraríamos en este caso con unos hechos que responden a una definición precisa del terrorismo: uso de la violencia ilegítima con fines políticos.

Pero es que tal estrategia es aberrante para la consecución de los fines enunciados. Aunque nada se sepa -más allá de sus comunicados- de la situación interna de ETA, hay dos elementos novedosos en la nueva situación que inciden en la relación de fuerzas entre este grupo y la izquierda abertzale civil favorablemente a ésta última: la red internacional creada por la Declaración de Bruselas, y el objetivo plural y de largo alcance de la creación de un polo soberanista, impensable con la vuelta de ETA a las armas. Ello convierte a la presión de la izquierda abertzale sobre ETA en irrechazable. La formación de tal polo requerirá en algún momento, como es lógico, la legalización de Batasuna. Imaginémonos por un momento que, pasados unos meses o incluso unos años, la represión continúa en los mismos términos y la legalización no se ha producido: se habría dejado pudrir el polo soberanista, con la consecuencia de que su muerte inducida acarrearía el fin de la presión civil sobre ETA.

«Pues que entregue las armas», dicen el Estado y sus acólitos. Pero esa afirmación es cínica si no va acompañada de pasos recíprocos por su parte. Estos procesos requieren -como en África del Sur o en Irlanda del Norte- dosis enormes de cocina previa, verificación internacional de la entrega de las armas (lo que reclama la izquierda abertzale), con Comisiones Internacionales de Desarme implicadas y, por supuesto, pleno consenso del Estado en cuestión. Si éste se niega a todo contacto previo, ¿cómo se entregarán las armas? ¿Se imagina alguien a los miembros ETA yendo uno por uno sin previo aviso a entregarlas en las comisarías o cuartelillos de la Guardia Civil?

La primera opción estratégica de que ETA «lo deje» se convierte pues en esas condiciones en una caricatura. Lo que lleva a analizar la segunda opción, la de que la izquierda abertzale «deje a ETA». Es ahí donde el Estado está jugando con trampa, pues los fines publicitados no son los realmente buscados.

Pedirle a una Batasuna mantenida en las catacumbas que rompa o denuncie a una ETA que está diciendo, a la espera de comunicados futuros más claros, que no realizará acciones ofensivas a fin de facilitarle la labor, no tiene ni pies ni cabeza, y eso lo sabe el Estado. Mil voces han hablado del rédito inmediato que genera esta condición imposible: el mantenimiento en el poder en la Comunidad Autónoma Vasca del tándem PSE-PP gracias a la mayoría artificial creada por la ilegalización de ese sector político vasco.

Pero -y espero estar equivocado- la estrategia es de más largo plazo y tiene que ver con cómo visualiza el Estado el final del proceso: no como una solución global que incluya al sector civil y al antiguo grupo armado, sino como una ruptura traumática entre Batasuna y ETA. Ello, se piensa, debilitaría el proyecto político en ciernes de la izquierda abertzale y, con él, el del nacionalismo vasco en su conjunto. Si se deja pudrir la situación durante largo tiempo, piensan ciertos estrategas, puede llegar a producirse algún atentado tipo Omagh, lo que obligaría a Batasuna, ganada a las vías políticas y democráticas, a condenar el hecho. Éste sería el momento de legalizarla con todos los parabienes.

La publicitación por los medios estatales de los disensos entre presos, cuando debieran buscar lo contrario en un momento en que ETA se encamina hacia el silencio de las armas, el reconocimiento mediático de que la izquierda abertzale presiona en tal dirección mezclado con las llamadas a la ruptura con ETA, son piezas que encajan en tal puzzle.

En cuanto a ETA, se piensa, sus restos grapizados serían fácilmente eliminables por la acción conjunta de las fuerzas policiales. Pero si el escenario descrito se desarrollara, lo que yo no creo, la situación creada sería muy distinta, y desastrosa. No se trataría de un IRA Auténtico enfrentado al IRA central y al Sinn Féin incluidos en el proceso, sino de una ETA central excluida y despechada. La desesperación de los grupos que en todos los pueblos y barrios vascos reivindican a los presos, encarcelados ahora sine die, sería el caldo de cultivo una violencia incontrolada y capilar no sometida a la presión contraria de una Batasuna que habría perdido su influencia sobre esos sectores.

En este escenario hipotético serían -seríamos- muchos los vascos que expresarían su repulsa ante la vuelta de la violencia y de los años de plomo; pero la repulsa se acompañaría del hastío y de la repugnancia hacia la clase política española en su conjunto y hacia los sectores vascos cómplices de la misma.

Yo confío naturalmente en que la sensatez de los impulsores vascos del movimiento de defensa de los derechos civiles (de la que dieron muestra el sábado 11 de septiembre) haga imposible este escenario, sin dejarse vencer por la impaciencia. También confío en que su perseverancia acabe haciendo mella en el Estado, y se abra una vía de contactos discretos (con distintos interlocutores) en tres direcciones como mínimo:

La creación de las bases de un mecanismo de verificación internacional del abandono de las armas.

La legalización y el fin de la criminalización de los grupos de la izquierda abertzale.

El acercamiento de los presos como primer paso.

Pienso, como muchos, que, dada la falta de intereses inmediatos del Estado por un cambio de estrategia, ésta requerirá de una fuerte presencia de las instancias internacionales.

En todo caso, los necesarios requerimientos a ETA exigiéndole la clarificación de sus posturas deben ir acompañados, para ser eficaces, de la exigencia simétrica al Estado de sustitución de la estrategia de la provocación por otra inspirada en vías exclusivamente políticas y democráticas.

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