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Lewis no tuvo el mismo destino que Ashtiani

Teresa Lewis murió ayer tras una inyección letal de venenosos barbitúricos que pararon su corazón. Era la primera mujer ejecutada en EEUU durante los últimos cinco años y la primera desde 1912 en el estado de Virginia. Las fundadas dudas sobre sus capacidades mentales que atestiguaron los siquiatras forenses, máxime considerando el rol de «cerebro» y «contratante de los autores» en la muerte de su marido y su hijastro, y su condición de género han concitado cierta atención de la prensa internacional. Todos los llamamientos a la clemencia y a conmutar la pena capital fueron desoídos, y el curso de la vida seguirá hasta que otro condenado a muerte ponga el tema en primer plano informativo, y con ello toda la maquinaria del negocio y los intereses políticos que mueve.

Son muchos los políticos en EEUU que temen enfrentarse a la pena de muerte al considerarlo un suicidio político. Es un clavo ardiendo que si lo mueven, cada vez que se produzcan nuevos crímenes, serán tachados de «blandos» ante el terror y el crimen. Una categoría que en la política de los EEUU se paga cara. Los medios de comunicación, por su parte, informan sobre errores de condenados a la pena capital, pero ninguno quiere perder los rating de audiencia que genera la industria de la pena de muerte. Las ejecuciones generan emisiones de 24 horas al día, sin pausa, para pegar la audiencia en la pantalla y llenar la caja con multitud de anuncios publicitarios.

Teresa Lewis no tuvo la suerte de la iraní Sakineh Ashtiani. No se convocaron manifestaciones en diferentes capitales del mundo, ningún editorial de prestigio tituló «La ejecución excluirá a EEUU irremediablemente de la humanidad» y, salvo honrosas excepciones, no hubo intelectuales o gente del espectáculo que acudieran en su ayuda. La doble vara de medir y la doble moral sirven en este caso. Porque de lo que se trata no es de oponerse a la pena de muerte, sea por ahorcamiento o inyección letal, sino de aprovecharse de ella para otros fines. En este caso, golpear al «villano favorito»: Mahmud Ahmedinejad.

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