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Iñaki Urdanibia Filósofo

El arte de la amalgama

Entre taurofilia, tauromaquia, taurofobia (más exacto, sería decir: torerofobia), y toda la panoplia: que si arte, que si tortura, que si sufren, que si no (¡como no tienen alma, los pobres animalitos!), que si así se mantiene la raza (¡pura ecología!), la cosa se mueve sin pausa en los últimos tiempos, en especial desde la decisión del Parlament de Catalunya.

Desde hace algún tiempo son conocidos los argumentos de los que desean que se mantenga la fiesta de matar al toro, con regodeo público: desde quienes vienen a convertir el espectáculo en algo parecido a lo religioso: no todos son capaces de alcanzar la gracia ni tener la sensibilidad suficiente para convertirse en adecuados receptores de semejantes delicadezas espirituales (así se soltaba la lengua el nunca bien ponderado Defensor del Pueblo hispano, Enrique Múgica), pasando por los cultivados que en defensa de la corrida vuelven su docta mirada a la mitología griega y teorizan sobre la lucha del hombre contra el toro, el minotauro y vaya usted a saber.

Hay otros que, por acá, han solido decir que es un problema complejo, ya que sus orígenes son de aquí (argumento falaz donde los haya, ya que sería como decir que no sé dónde se dedicaban a alguna actividad aberrante en el pasado, ergo no se puede cambiar porque allá era purita tradición).

Mi propósito en este momento, no obstante, es detenerme en varias declaraciones al respecto realizadas estos últimos días que incurren en el mismo modo de argumentación tramposo cuyo esquema vendría a ser: una crítica queda anulada dependiendo de quien la haga, o de lo que se haga decir -si es caso usando el calzador- al que la haga.

Así, el alcalde donostiarra ante las manifestaciones antitaurinas en la semana grande dice que le gustaría ver a quienes protestan por el maltrato animal mostrarse tan solícitos a la hora de protestar ante el maltrato a los humanos; esquiva así el edil donostiarra la justeza o no de la crítica de los manifestantes al desviarla hacia otro asunto, cargando además en el haber de los que protestan un silencio ante otras violencias que él sabrá por qué lo afirma, ya que no pienso que tal cosa está clara para nada.

Más se parece el modo falaz de argumentar a una patraña ad hoc que oculta el deseo de ver la corrida sin problemas -que me gustan mucho- y santas pascuas.

El ético donostiarra par excellence, al rebufo de la aparición de un nuevo libro que en el como de la inocencia intencional y la ingenuidad comercial va a titular «Tauroética», decía absolutamente lanzado en su campaña promocional que la barbarie no está en el ruedo sino fuera de él, en quienes yacen con banderillas como si de toros se tratasen, confundiendo así a los humanos con los animales. ¡Vaya por Dios!

Supongo que el catedrático será capaz, a no ser que discursee con mala fe, de comprender lo que significa una representación, y no llevar las cosas más allá de lo debido -en las supuestas intenciones y manifestaciones de los que protestan disfrazados -para así salir vencedor en sus argumentaciones y su culto gusto por las corridas, siempre aprovechándose de todo supuesto ejemplo, ejemplito, o lo que sea menester, para que salga reforzado su inicial partis pris y concluir con el consabido quod erat demostrandum que, por supuesto, ya estaba demostrado desde el inicio.

Tampoco era nimia aquella falacia, vertida hace unos días, de que los toros de lidia eran tratados como verdaderos reyes hasta el duro final del último día, en que -por otra parte- se sentía realizado (¿ontológicamente?), comparando su final con el de los jubilados de luxe que tras una vida llena de cuidados acababan en la UVI algo cascados ya (y yo que pensaba que en tal lugar se trataba a tales ancianos intentando evitarles el dolor...). ¡Don Fernando siempre tan ocurrente y desmedido!

Ahora su empeño -me refiero al tema de su libro según sus propias declaraciones- es colocar en el centro de gravedad no la «fiesta nacional» sino distinguir entre los humanos -sujetos de derechos- y los animales que al no tener conciencia no son poseedores de tales; estos presupuestos de origen cartesiano ya habían sido esgrimidos por otros como el que fuera ministro de educación de Jacques Chirac, Luc Ferry, o por el más cercano Víctor Gómez Pin empeñado en establecer un verdadero muro infranqueable e impermeables entre los humanos y los animales.

Pues bien, aun dando por buena la argumentación precedente y afirmando por consiguiente que los animales no tienen derechos, queda un pequeño asuntillo pendiente: lo que no parece de recibo de ninguna de las maneras para un ser mínimamente dotado de sensibilidad es alabar un espectáculo en el que se hace sufrir a un ser vivo, y gozar con tal padecimiento, puesta en escena en la que la sangre invade la arena, y en la que un animal es convertido en el capacillo de las lanzas, banderillas y espadas. Eso sí, con el lucimiento humano a base de verónicas, manoletinas, arreboleras o vaya a saber -que yo no sé- qué otras florituras, como narraba extasiado este verano un locutor de ETB con todo el papo y, eso sí, con dicción poética y pinturera.

Y que nadie me venga con aquello de que entonces por pura coherencia no se debería comer carne, no llevaré las cosas tan lejos como lo hiciese Bernard G. Shaw ni me ocuparé del asunto aquí proponiendo, por ejemplo, sentar a la mesa a un animal para comer todos juntos y en unión un buen menú vegano.

Pero desde luego no es lo mismo convertir la muerte en espectáculo, con música de pasodobles incluida, que la muerte en serie en un matadero, espectáculo en el que no se complace -que se sepa- ninguno de los forzados testigos, los currantes del lugar que han de bregar con tal lidia; muertes, por otra parte, que cubren una finalidad alimenticia para los humanos y no un mero entretenimiento de cierto personal.

Por último, otro defensor de los toros -hace tiempo que lo viene proclamando-, escritor y contestador de cartas al director de «Público» hasta que salió rebotado al «Abc Cultural» -me refiero a Rafael Reig-, aplaude a Savater porque -según el novelista- distingue entre el trato que se ha de dar a los humanos y a los animales, para añadir a continuación que a él le repatean quienes defienden con locura a los animales y se olvidan de los humanos.

Para reforzar su postura trae a colación a Richard Gere y Brigitte Bardot, y así se pone fácil la carambola, él mismo se la pone como se las ponían a Felipe II. ¡Qué solidez argumental!

Decía el bueno de Henri Lefebvre que la amalgama es el signo más destacado de la modernidad. Si damos por buena la afirmación, no cabe la menor duda de que los sujetos a los que me he referido son unos modernos de tomo y lomo, ad nauseam.

No seguiré, mas servidor se queda con aquello que dijesen los mineros de la agrupación socialista de Mieres en un panfleto fechado en junio de 1905, en el que denunciaban todo «lo que signifique retroceso y barbarie como las corridas, un espectáculo impropio de pueblos que se precien de civilizados... espectáculo que da cabida a sentimientos depravados y reúne a aficionados a la chulapería... alimentando sentimientos sanguíneos y bárbaros ¡Paso a la civilización!».

Leído lo leído y visto lo visto ¿será cierto aquello de que la humanidad marcha a mejor cuando algunos de sus seres supuestamente más cultivados defienden sin pestañear tales prácticas brutales?

Desde luego no es éste, el entusiasmo que estos personajes muestran, el signo (rememorativum, demostrativum , pronosticum) del que hablase Inmanuel Kant.

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