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Antonio Alvarez-Solís Periodista

Los que admiran el escaparate

«Una inmensa mascarada», así califica el autor la huelga general del 29-S. Considera que «el Gobierno es lo que es su política», y critica a los líderes convocantes por afirmar que «no es una huelga para derrocar al Gobierno sino para cambiar sus políticas». Finaliza defendiendo la huelga «con ánimo revolucionario y afán creador».

La huelga general del 29 de septiembre ha constituido una inmensa mascarada. Era una huelga que carecía de calle en sus entrañas. Con algunas excepciones el paro fue frío, sin conciencia de clase, inerte. Quizá los dos sindicatos estatales, CCOO y UGT, no aspiraban más que a su supervivencia mediante un difícil equilibrio entre su degradada función sindical y su dependencia del aparato del poder político. La frase que firmaron los dos líderes sindicales, Cándido Méndez e Ignacio Fernández Toxo, refleja perfectamente el pobre espíritu que guió su presencia en la calle: «Esta manifestación no ha sido convocada para derrocar al Gobierno, sino para cambiar sus políticas». Hay en ella una contradicción restallante si consideramos que el Gobierno es lo que es «su» política.

Cambiar la política de un Gobierno conlleva cambiar el Gobierno. Sobre todo si el asunto que motiva la huelga es un desastre laboral y económico que triza la seguridad básica de la sociedad. Un Gobierno puede introducir unas mínimas correcciones, prácticamente adjetivas, en la ejecución de algunos extremos de su programa -aunque el Sr. Maura decía que las comas en sus proyectos eran cuestión de Gabinete-, pero lo que no puede hacer es rectificar de pleno su acción programática sin manifestar con ello el fracaso absoluto de su pretensión. Por tanto, ¿qué han querido decir con su frase los secretarios generales de CCOO y UGT? De una lectura correcta de la repetida afirmación sólo cabe entender una absoluta dependencia personal del Sr. Zapatero, al que, sin embargo, se le reprocha su gobernación. Y esto es grave, muy grave. 

Porque los Sres. Fernández Toxo y Méndez revelan con su puntualización una renuncia a construir otro teatro político y una servidumbre denigrante respecto al dirigente máximo del búnker monclovita. Poniéndonos exquisitos podríamos decir que hay ahí un innoble culto a la personalidad del primer ministro, pero dada la corta talla de dicha personalidad lo adecuado es creer que los sindicalistas quieran salvar simplemente su posición material, ahora en evidente peligro tras unos dramáticos años de negligencia y falta de una mínima iniciativa para protagonizar el necesario enfrentamiento sindical contra el líder del socialismo español.

En resumen, la situación que trasuda la amansada huelga es radicalmente escandalosa de cara a la defensa urgentemente necesaria de la clase obrera. Pero ¿existe realmente la clase obrera o se trata sólo de una amorfa multitud que ha renunciado a entender lo que le pasa, incluso a odiar el remedio para su existencia dramática? ¿Quieren los trabajadores españoles enfrentarse a la dictadura del poder financiero, escoltado por el poder político, o desean seguir absortos frente al escaparate lleno de luces y tentaciones que defiende el contubernio -ahora sí: contubernio- entre los grandes empresarios, las instituciones estatales y el mundo de la información, ya sea periodística o especializada?

La huelga del 29-S ha sido una inmensa falsificación del protagonismo popular. No se puede llamar huelga a un movimiento que era necesario dos o tres años antes y que nace, por tanto, como un intento muerto. No se puede llamar huelga, si se piensa en el significado histórico de tal movimiento, a un paseo callejero castrado por las condiciones legales para realizarlo, por la blandura de la expresión física de esa presencia en la calle y por el reiterado argumento de adhesión al Gobierno.

Pero tornemos a la postura psicológica y política de una crecida masa de trabajadores. Esos trabajadores se quejan en silencio del daño extenso e intenso que les produce el sistema, pero declaran una y otra vez su adhesión a la idea fascista de que no hay otro sistema para reemplazarlo. ¡Cómo ha calado el fascismo en el alma de la ciudadanía llana!

Quieren esos trabajadores, insolidarios por turno con sus iguales, que de la fuente del neocapitalismo mane un benéfico espíritu de satisfacciones individuales sin tocar ni el origen del agua que tienen por bendita ni la llamada democracia regada por la retórica convertida en el nuevo libro santo. Viven absortos frente al escaparate donde se exhibe lo inalcanzable para la masa y se acusan a si mismos de torpeza si no consiguen esas mercancías.

Leo con frecuencia y náusea esos mensajes, en su inmensa mayoría anónimos -¿dónde está hoy el clásico valor del trabajador frente a su dominante?-, que tienen sitio en una parte muy importante de la prensa y que tachan de locos a quienes tienen el valor de exigir otra forma de sociedad basada en el poder y la propiedad populares. Para los que rellenan con su tosco discurso esos foros, manejados por los múltiples y tortuosos brazos del poder, los que demandan otro sistema económico y otra moral democrática son ignorantes que pretenden la destrucción de la democracia, la ruina de la espléndida escalera social, la desolación del bienestar imperante -¡cuánto engaña el escaparate!-, el exterminio de lo moderno, el desmantelamiento de la responsabilidad individual, la instauración del terrorismo y de la dictadura.

Son gentes que claman contra la huelga si la huelga les impide sus comodidades diarias, su facilidad para vivir al margen, esos pequeños placeres en los que han acampado como si fueran un regalo del dominante que glorifica con grandes alharacas el dominado.

Acabo de leer una frase que es el colmo del cinismo y de la deslealtad a la propia nación. Ha sido pronunciada por el ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de Madrid, Sr. Moratinos, socialista del estéril alfabeto de la desmayada izquierda. El Sr. Moratinos ha encargado a su embajador en Washington que ayude a España «a desactivar y reducir la influencia de la izquierda abertzale en el exterior». Una izquierda que aspira a liberar a los pueblos, ante todo al suyo, de la opresión colonial de los Estados. Porque ahora las colonias no son un hecho social exterior y lejano, sino que las constituyen aquellos individuos que dentro de su propio pueblo aspiran a tener voz verdadera y vecinal frente al conglomerado institucional que defiende la perpetuación de quienes han arruinado la vida de millones de individuos. El ministro dice que se ha de «trabajar mejor en la lucha contra ETA y la izquierda abertzale». Eso es: frente a una tregua sigamos mezclando cosas, y no porque se quiera disolver a ETA como fuerza armada, sino porque lo peligroso es que exista una izquierda abertzale, esto es: una izquierda real que persigue una vida diferente. El Sr. Moratinos teme que la situación actual vaya despertando a los individuos que se han dormido deslumbrados por las luces del escaparate.

Y para que muchos de esos individuos sigan mamando de la loba capitolina el ministro español recurre sin rubor alguno al César mientras aquí se les pasea por las avenidas españolas con su pegatina y sus gritos sin contabilidad alguna desde el poder. El poder se desnuda y muestra sus temores.

Negociaremos, negociaremos. ¿Pero cuándo y cómo? ¿O también habrá límites mínimos fijados por el Gobierno en las negociaciones que ahora seguirán entre los rastrojos que ha dejado la histórica quema del trigo popular?

Las huelgas no pueden desarrollarse de acuerdo con una legalidad que dictan los enemigos de las huelgas. Las huelgas son para reclamar otra legalidad. Las huelgas han de estar preñadas de revolución en el ánimo y de afán creador de sociedad. Las huelgas son el último recurso de los que se han quedado ya sin recursos.

Por eso, quizá, y aunque inconscientemente -con esa inconsciencia con que procede todo lo justo-, los huelguistas verdaderos rompen a veces los escaparates selectos. Ahí, en eso que indico, hay el semillero para un buen estudio de sociología profunda. ¿Lo hacemos? ¿Lo harán?

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