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El dramaturgo que acogió el caos

Josu MONTERO

Escritor y crítico

El título original de «Fin de partida», de Samuel Beckett, es «Endgame», palabra que hace referencia a una rara jugada de ajedrez que se produce cuando los dos reyes se encuentran solos frente a frente en medio del tablero y sólo caben ya pequeños movimientos inútiles. Este es el tiempo de todas las obras del dramaturgo irlandés: ese tiempo después de. Todo ha acabado ya, bueno no, todo debería ya haber acabado. Y, sin embargo, los personajes siguen ahí, la situación se prolonga en un impasse indefinido, en un tiempo fuera ya del tiempo. De ahí ese paisaje arrasado, post-apocalíptico, que se suele remarcar como característica de su teatro: ruinas, escombros, caos, seres tullidos... Pero el apocalipsis en Beckett no es externo, sino más bien interior, vital. Sus personajes son estrellas que ya se han extinguido. Y por eso cargan con una inmensa fatiga, porque habitan un mundo paralizado, moribundo, o ya muerto quizá. El arte siempre ha aspirado a ser ante todo una forma, resistiendo la presión del caos que la realidad es, manteniéndolo alejado. Ahí entró Beckett en juego: «La única posibilidad de renovación es abrir los ojos y ver el caos. Encontrar una forma que lo acoja es ahora la labor del artista».

El límite fue siempre para Beckett el punto de partida: «Estoy ante un acantilado y tengo que seguir adelante. Ganar unos cuantos miserables milímetros». Así, la obra de este «ermitaño silencioso pero infinitamente amable y bondadoso» se sitúa más allá de toda retórica. No sólo la escena y los personajes en sus obras están en descomposición, también lo está el lenguaje, las palabras; doloridos símbolos de fragilidad que los personajes pretenden convertir en sólidos cimientos. Por eso su teatro está lleno de negrísimo, devastador e imparable humor. «Arrancar del público la mayor cantidad de carcajadas que sea posible con esta cosa atroz», pidió Beckett a los actores de «Fin de partida». «La destrucción que Beckett practicara ha enriquecido nuestra existencia», afirmó Ciorán.

Hay quien considera «Fin de partida» la cumbre de Beckett, y llega además al Arriaga de la mano del director polaco Krystian Lupa y de La Abadía. En su oscuro sótano siguen Hamm y Clov, el primero atado a su silla de ruedas; el segundo transformado por Lupa en mujer; un viejo y envenenado matrimonio por tanto. Y los padres, Nagg y Nell, no están esta vez enterrados en cubos de basura, sino dentro de unas urnas transparentes que revelan su desnudez, su extrema fragilidad.

Es una pena que no nos visite «Primer amor», la reciente y escalofriante versión teatral de un relato de Beckett en la que nos habla un muerto. Bajo la blanquísima luz de la mesa de disección de la morgue, desnudo, gira la cabeza, nos mira y habla. Es un personaje gemelo del Hamm de «Fin de partida» o del Krapp de «La última cinta», un miserable sarcástico muerto de miedo que hace trizas todo atisbo de sentimentalismo, incapacitado para cualquier afecto.

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