Alfonso Sastre Dramaturgo
La tortura española
Muchas cosas que ocurren en la realidad parecen mentira y cuando persisten en ocurrir y siguen siendo una realidad que se niega oficialmente como si fuera mentira -y nadie parece sentir sorpresa, y menos indignación por ello, y al contrario, se niegan las evidencias-, es que el fenómeno (infame en este caso: la tortura policíaca) tiene raíces históricas muy profundas. Que los buenos ciudadanos en general no nos muramos de vergüenza sino que seamos cómplices, en mayor o menor grado, cuando año tras año tenemos constancia y evidencia de que esta práctica se produce y repite en los cuartelillos y las comisarías indica que ciertamente tiene que haber una razón muy seria para que las cosas sean así, pues de otro modo España no seguiría siendo hoy tan relevante en el mundo como lugar de tortura, ya señalado como tal en varios importantes foros internacionales. ¡Triste gloria española!
Yo voy a dar mi propia explicación a este triste fenómeno que, por cierto, es muy sencilla. Resulta que esa explicación reside en el hecho de que lo que llegó a ser «España» y sigue siéndolo hasta hoy se construyó en un cuadro en el que las persecuciones, las torturas y las ejecuciones de los «infieles» y de los «herejes» formaron parte de la esencia de aquel fenómeno histórico (así nombrado: «España»), que empezó torturando a brujas, moros, judíos y heterodoxos en general, y se desarrolló después -durante su fase imperialista- tanto en lo que se llamó «América» como en el resto del mundo (cuando «en España no se ponía el sol»). En América este acontecer recibió por parte del gran Bartolomé de las Casas, la denominación de «Destrucción de las Indias», y nosotros no nos cansaremos de recordarlo en honor de la también memorable «heterodoxia» de muchos españoles, a quienes se acabó llamando durante el franquismo «la Antiespaña», de la que Pío Baroja trató de excluirse aceptando firmar un libro con artículos suyos bajo el título de Comunistas, judíos, masones y demás ralea.
La gran literatura española, crecida en la miseria material y moral del Imperio y de su decadencia nos muestra claramente que la tortura siempre fue una práctica corriente y, más aún, sistemática, en España, y ello ayuda mucho a que se sepa que esta «belleza» llamada España surgió de aquellos feos horrores. Es cierto: la tortura ha sido siempre un hecho familiar con el que los españoles han convivido tan ricamente. En Cervantes está ya la «bolsa» actual en su versión de agua («bañera»), practicada en el siglo XVI español con el nombre de «ansias» (angustias); y no creo que haya otra literatura dramática, aparte de Fuenteovejuna de Lope de Vega (siglo XVII), en la que se haga una escena cómica con el tema de la tortura. Una buena aproximación, que aún hoy es estremecedora, a lo que fue la Santa Inquisición en España y Portugal, se puede realizar en la lectura del Manual de Inquisidores de Nicolau Eymeric. En él se expresan instrucciones detalladas para la aplicación del tormento, que los detenidos de hoy podrán reconocer como personalmente sufridos. Así, por ejemplo: «Las verdugos y sayones desnudarán al acusado afectando desasosiego, prisa y tristeza, procurando meterle miedo, y cuando ya esté desnudo le llevarán los inquisidores aparte exortándole a que confiese y prometiéndole la vida si lo hace», para lo cual será sometido a «suplicios exquisitos». En las «pesquisas» eran elegidos y citados «dos testigos», a quienes no se demandaba prueba alguna de sus declaraciones acusatorias. Bastaba con que declararan que «así lo dice la gente» o que «an oído decir a Fulano o Zutano que el acusado por la Inquisición es hereje aun cuando esos dos testigos no hayan oído ninguna proposición malsonante de boca de dicho acusado». En los tribunales seglares sólo se usaba el potro como instrumento de tortura, pero en España el Santo Oficio «usa de muchos otros según le parece conveniente». Los «delitos de Inquisición» eran muy varios y abarcaban desde «la lectura de libros prohibidos» hasta «ponerse camisa o ropa limpia los sábados» o «lavarse los brazos hasta los codos» o «cerrar los ojos cuando el sacerdote alza la hostia». El terror que recorría Europa tuvo en la España de los Reyes Católicos una provincia muy especial y ello ha seguido siendo así hasta el día de hoy.
En España, tanto la Inquisición, instancia político-religiosa, como el aparato político-militar que fue el Tribunal de la Sangre del Duque de Alba en Flandes son ejemplos notorios y muy elocuentes de todo lo que estamos diciendo: de la presencia de la tortura en la génesis institucional del Estado español.
Es, pues, indiscutible, que lo que los «patriotas españoles» siguen llamando «una Leyenda Negra» es, en realidad, una crónica verdadera de la «Historia de España». Ahora hay una discusión interesante al respecto, en la que resulta clarificador que se llame «Fiesta Nacional» a lo que es un regocijo en torno a la tortura de un toro hasta su muerte, y que quienes someten esa tortura a crítica sean considerados «anti-españoles». Desde su punto de vista, tienen razón. No es preciso caminar mucho por la Historia de España para enterarse de que, por ejemplo, en la pedagogía española ha sido un dogma la idea de que «la letra con sangre entra», y que las aulas didácticas -religiosas o civiles- han sido grandes escuelas de bofetadas, golpes y vergüenzas (castigos de rodillas y orejas de burro, por ejemplo).
Las estanterías de las bibliotecas rebosan de testimonios veraces de estas torturas, pero no por ello aparece en las mejillas de dirigentes españoles como Rodríguez Zapatero, sedicente socialista, ni el más ligero rubor, y una institución como la Guardia Civil es considerada «benemérita» y aplaudida con entusiasmo sin tener en cuenta ni la realidad de sus comportamientos actuales ni, claro está, su terrorífica historia, en la que hay episodios como el llamado «Crimen de Cuenca» y, más reciente, el «Horror de Almería». La verdad es que España tiene razón. ¿Qué sería de ella -de esta España- sin la Guardia Civil? España es todavía hoy su Guardia Civil. O, por lo menos, esta institución es un pilar de esta sociedad.
Pero, como se sabe, no es sólo la Guardia Civil quien tendría que responder de estos males, pues la tortura policíaca es un fenómeno que florece en las distintas especies de «fuerzas de seguridad»: es una flor «muy española», aunque, ampliando la mirada, vemos que, en sus distintos alcances, grados y formas, es todavía, desdichadamente, una práctica mundial con algunos islotes liberados ya de esa vergüenza. También los casos en que los detenidos en los territorios administrados por el Estado Español son «tratados correctamente» juegan a favor de la esperanza de que algún día la tortura no sea más que un espantoso recuerdo. Y así mismo pienso en la posibilidad de que un Tribunal Internacional acabe interviniendo para la solución de esta infamia. Los testimonios que en tal caso saldrán a luz son incontables.
Podría pensarse, leyendo este artículo, que la tortura es un destino implacable para nosotros. No es así, pues sabemos que hasta los más grandes imperios tuvieron su final. Lo socialmente positivo de la reflexión aquí contenida es que para destruir los males, históricos o individuales, hay que conocerlos.
Para terminar, y pasando a situaciones ajenas pero relativamente recientes, el libro La Question de Henri Alleg, recientemente aparecido entre nosotros, forma parte de ese deseable conocimiento del tema que tanto nos preocupa aquí. Aquel libro contiene, sobre todo, una afirmación humana de que la tortura policíaca ya puede ser vencida hoy mismo, antes de ser históricamente barrida y quedar instalada en el pasado más vergonzoso de la Humanidad.
Para ello está trabajando aquí TAT, asociación a la que deseamos que mantenga todo el ánimo necesario para continuar su gran tarea, que ha derribado ya mil veces el estúpido eslogan, bajo el que tantas gentes aparentemente decentes cubren su mala fe, de que todos los detenidos siguen una consigna de declarar mentirosamente que han sido torturados.
Algún día TAT podrá presentar su ingente documentación ante aquel Tribunal Internacional capaz de acabar con tanta falacia e impostura, de modo que se llegue al definitivo desenmascaramiento de los muchos cómplices de esta bárbara práctica.