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«El cisma en la Iglesia vasca existe, aunque no explicitamente declarado»

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Nombramientos involucionistas, silenciamientos, actos para tomar la calle... ¿Qué está pasando en la Iglesia vasca?

En el País Vasco, como en el resto de la Iglesia católica, existe un claro proyecto, muy organizado, de restauración de los modelos eclesiales y de las categorías teológicas pre-vaticanas [anteriores al Concilio Vaticano II de 1965]. Ese proyecto es muy evidente desde el comienzo del pontificado de Juan Pablo II en 1979, y está continuando con el actual Papa Benedicto XVI. La política eclesiástica actual consiste en leer esos documentos conciliares desde la perspectiva del Concilio Vaticano I [del año 1870]. Eso es algo que afecta a toda la Iglesia; en el País Vasco ha llegado un poco más tarde, pero venía dándose desde los años noventa. De alguna manera se ha cerrado el ciclo y se ha completado ese mapa de la restauración con los últimos nombramientos de San Sebastián y de Bilbao.

Veamos la jerarquía en Euskal Herria: Aillet en Baiona, Pérez en Iruñea, Iceta en Bilbo, Munilla en Donostia, Asurmendi en Gasteiz... Parece que el Vaticano ha marcado un perfil ultraconservador en lo pastoral y beligerante frente a las señas de identidad vasca. ¿Se trata de un plan predeterminado? ¿Es algo específico para esta tierra?

Ese componente existe también, pero no creo que sea tan importante; en el Vaticano no importa mucho que aquí el clero sea o no sea nacionalista. El clero, en todas partes, es más o menos nacionalista, y en España más que en ningún otro sitio -es un nacionalismo español, evidentemente-, de modo que la cuestión del nacionalismo de los obispos vascos no les importa propiamente. Los nombramientos del Vaticano suelen obedecer a los candidatos y a los perfiles indicados desde el propio lugar. En este caso ha sido el nuncio, muy estrechamente influenciado y casi determinado por los presidentes de la Conferencia Episcopal, desde los tiempos de Suquía hasta el actual Rouco, en quienes sí existe la voluntad muy clara de dar un cierto giro en el perfil «filonacionalista». Se le atribuye a Rouco aquella frase de que «mientras yo siga siendo presidente de la Conferencia Episcopal Española, no habrá ningún obispo nacionalista más en el País Vasco». Esa intención sí existe aquí, pero creo, sinceramente, que no es el elemento fundamental ni la clave de estos nombramientos.

Pero parece que la voluntad de Rouco Varela se cumple, ¿no?

Sí, claro. Todos los nombramientos que señala responden a ese perfil ultraconservador en lo religioso, en lo pastoral, en lo eclesial, y también con un claro distanciamiento de un cierto sentimiento de afinidad con el nacionalismo vasco.

Es curioso porque en Euskal Herria, precisamente, ha habido una cierta implicación de parte del clero con la sociedad, desde el idioma o la cultura hasta el sindicalismo. ¿Los cambios en la jerarquía han provocado miedo en el clero vasco?

Hay mucha gente dolida; yo he visto sacerdotes de 80 años llorar a raíz de estos últimos nombramientos. Creo que han visto cómo los sueños de una nueva iglesia, de una nueva forma de presencia en la sociedad, de unos nuevos lenguajes para anunciar el Evangelio se han visto truncados y contradichos por estos nombramientos. Creo que existe un gran miedo a nivel de Iglesia en general, pero a nivel de comunidades eclesiales y de responsables, de sacerdotes, más bien veo dolor, dolor... cierto sentimiento de haber dedicado toda la vida a esa labor y al final verse de alguna forma desautorizados y ver que se está ahondando la enorme distancia entre el lenguaje y la institución eclesial y el lenguaje y la cultura actual de la sociedad. Esa sima, que es un abismo, es lamentable.

Los últimos años ha sido frecuente que desde el PP y desde cierta prensa española se acusara al clero vasco -incluso a su jerarquía- de connivencia con ETA. ¿De esos polvos vienen estos lodos?

En una de sus últimas intervenciones, monseñor Juan Mari Uriarte [entonces obispo de Donostia], formuló con la habilidad que él tiene la siguiente idea: «Eso de que los obispos vascos han sido afines a ETA o no la han condenado es una mentira que ha hecho fortuna». Yo creo que está muy bien dicho. Es una mentira clarísima, pero por una serie de orquestaciones -mediática, también de algunos altos responsables del episcopado español y, clarísimamente, por parte de la derecha española más agresiva-, esta mentira ha hecho fortuna, hasta el punto de que la duda se ha instalado también en mucha gente sencilla.

¿El nombramiento del obispo Munilla ha supuesto una fractura en la Iglesia guipuzcoana?

Yo no diría que ha supuesto una fractura. Por una parte está la fractura entre la sociedad y la Iglesia; pero más allá, la fractura entre buena parte de la comunidad creyente católica y la dirección de la institución jerárquica viene de antes; esa fractura viene de los años ochenta, desde los comienzos del pontificado de Juan Pablo II con su programa de restauración muy nítido.

En la comunidad eclesial guipuzcoana, yo tengo la impresión de que los responsables parroquiales, los catequistas y la gente normal se está comportando con una gran dosis de buena voluntad y de moderación en esta situación que se ha creado tras el nombramiento de Munilla, y están haciendo lo posible por evitar esa ruptura.

Sin embargo, tras su reciente nombramiento como obispo de Bilbo, monseñor Iceta reconocía que hay dos iglesias vascas. ¿Existe riesgo de cisma?

El cisma existe, es un cisma real, aunque no explícitamente declarado, pero es constatable. El cisma existe a nivel de manera de pensar, de manera de entender la Biblia, de aplicar hoy el mensaje del Evangelio, de la fidelidad o seguimiento de las directrices y de las enseñanzas magisteriales de la Iglesia. Hay muchísima gente que, sin desertar de la Iglesia, sin embargo, desobedece clara, crítica y responsablemente.

En ese sentido, se está dando en los últimos veinte o treinta años una especie de ruptura en la Iglesia en cosas muy fundamentales, como en todo lo que tiene que ver con las normas morales y con el tipo de lectura de la Biblia: fundamentalista y literalista o crítica, actualizada, histórica, imaginativa, creadora, espiritual... Hay cosas en las que existen enormes divergencias.

Tras varios encuentros-interrogatorios, el obispo Munilla llegó a acusarle de «herejía», y usted lo admitió si se considera el catecismo como única formulación de la fe cristiana. Le confieso que, desde fuera, parece una discusión de otro siglo... ¿Es usted hereje?

Yo reconozco que desde la mentalidad predominante hoy -no sólo en Munilla pues no quiero centrar la cuestión ni en Munilla ni en mí ni en nuestras divergencias-, desde los parámetros vigentes de ortodoxia y de heterodoxia, yo soy heterodoxo, luego soy hereje. Claro, yo me declaro hereje en este sentido, desde su punto de vista, pero me sigo considerando tranquilamente y en paz miembro de la Iglesia católica y creyente con voluntad -y todas mis contradicciones- de seguimiento de Jesús y de fidelidad a la gran comunidad eclesial; de modo que sí, les reconozco que yo soy hereje si ellos miden la verdadera fe por la correspondencia literal de mis formulaciones con la formulación recogida en el catecismo de la Iglesia universal.

Pero para mí, ahí se sitúa el error. Yo creo que no se puede juzgar la fe de nadie por esa correspondencia literal entre mis ideas o mis explicaciones teológicas y las formulaciones dadas en el catecismo. Eso nunca ha sido así. Santo Tomás de Aquino dijo e insistió en que la fe no equivale a las formulaciones.

¿Y cómo se resuelve el dilema?

Para mí, la cuestión de fondo es doble: Primero, ¿lo que decide la verdad de una idea es que coincida con una fórmula dogmática o incluso bíblica? No, la verdad trasciende siempre la palabra, trasciende las fórmulas. Y segundo, ¿quién decide que una determinada formulación sea adecuada o no? ¿El obispo de turno? ¿Y quién nombra al obispo? Ojalá no tuviera que haber nunca una palabra definitiva y última por parte de nadie, pero si alguien tuviera que decirla alguna vez, tendría que ser aquel que la propia comunidad ha elegido para esa misión, que no es el caso en esta situación. Es decir, falla por su base un requisito fundamental de un funcionamiento democrático de la verdad, entre comillas...

Le veo a usted muy democrático para estar dentro de la Iglesia...

Es que, para mí, habría que ser incluso mucho más democrático precisamente para estar en la Iglesia. La democracia debería ser no una concesión sino un requisito mínimo. Si en alguna parte debiera darse de una manera más perfecta la democracia -mucho más que en las instituciones civiles, políticas, sociales- es en la Iglesia, cosa que desgraciadamente resulta ser a la inversa. La Iglesia es hoy en día, a nivel mundial, la gran institución más autoritaria y menos democrática que existe. Y eso está en contra del espíritu, la enseñanza y la praxis de Jesús, y está en contra de la praxis de los primeros siglos de la Iglesia.

El obispo Munilla dijo de usted que es «agua sucia que contamina a todos, a los de fuera de la Iglesia igual que a los de dentro». No parece precisamente amor fraterno lo que siente el obispo por usted...

Bueno, dejémoslo ahí. No creo que tenga importancia y cada uno debemos, con nuestras incoherencias y con nuestras limitaciones, aportar aquella partecita de bien y de servicio en la comunidad eclesial, sin más...

Ante el silenciamiento que le exigió el obispo, usted se declaró insumiso eclesial y decidió no callar, pero en la iglesia no cabe la insumisión. ¿Ha resultado muy incómodo este camino desde que comenzó la tensión hasta el abandono de la orden franciscana y el sacerdocio?

Muchas personas han sufrido; yo soy uno más, con la diferencia de que he tenido un arropamiento del que han carecido otros. Yo personalmente me encontré ante una disyuntiva en la que tenía que decidir. Se me planteaba dejar de hacer todo lo que había hecho hasta ahora -a lo que me creía llamado-: enseñar, escribir algo, predicar... para seguir siendo franciscano en la portería de Arantzazu o en no sé que otro servicio, o irme al extranjero, a América a trabajar con los pobres -se decía-. Yo no pude aceptar esa opción, tal vez pensaba que sicológicamente no podría asumirla y creía que espiritualmente no debía asumirla por mi propia conciencia y por respeto y fidelidad a mucha gente con la que yo comparto la fe. Entonces opté -de forma arriesgada y consciente de lo que iba a traer- por no aceptar esas condiciones que me imponían. Ese gesto de objeción de conciencia o de insumisión acarreaba automáticamente el conflicto institucional dentro de la familia franciscana, y quise evitarlo dejándoles libres y optando por abandonar la orden y también el sacerdocio canónico, para tratar de seguir haciendo lo que había hecho hasta ahora y lo que creo que es mi deber: tratar de aportar el granito de Evangelio y de Iglesia compartido con otra mucha gente. Y para eso debía renunciar al marco institucional en el que me había movido hasta ahora.

47 años en la orden franciscana, 17 de ellos en Arantzazu... ¿Qué sintió el día que abandonó el santuario?

El día que dejé Arantzazu sentí mucha pena... Aquel día, después de comer, saludando a todos los frailes, sentí mucha tristeza, pero al mismo tiempo me despedí con mucha paz. Despedirme de Arantzazu no significa... No he vuelto estos días, pero volveré. Era una especie de distanciamiento que yo sentí como cierta ruptura también, pero lo viví con mucha paz, con tristeza, pero con paz. Me acuerdo que bajé de Arantzazu y llegué aquí, a mi casa [en Arroa Behea, Zestoa] cantando en alta voz el «Agur Jesusen Ama» muchas veces y rezando el rosario. Me sentía bien. Sentía también cierto efecto de liberación a la vez que una gran tristeza...

¿Se siente ahora más libre?

Evidentemente, me siento más libre, pero tampoco quiero enarbolar la bandera de mi libertad porque eso es irreal. Yo estoy atado por muchas cosas; en primer lugar, por mis propios condicionamientos, miedos, necesidades y, positivamente, por la responsabilidad que comparto con muchos cristianos y cristianas y, más allá de límites confesionales, simplemente con los hombres y las mujeres de esta sociedad nuestra, con la que me siento caminar. Me siento más libre pero con todas esas limitaciones, sin comprometer a nadie. Claro, también cargando con las consecuencias que mi libertad de expresión o de acción pueda acarrearme; esos riesgos no se han acabado.

Cambia el pensamiento, cambia la sociedad, cambian las estructuras humanas... Cambia todo menos la Iglesia...

Digamos más bien la institución oficial o jerárquica de la Iglesia, a la que le pasa lo que a casi todas las instituciones, con una diferencia importante, y es que la institución eclesial, como todas las religiosas, legitima con razones religiosas o sacraliza o teologiza sus posiciones y eso dificulta muchísimo el cambio, la transformación, la evolución normal. Todo cambia en todas partes. Las religiones tienen más dificultades para cambiar porque sacralizan sus posiciones, pero al fin y al cabo también cambian, con una generación o dos o tres, con cien años o con doscientos años de retraso, como le está pasando históricamente a la Iglesia católica.

En este momento estamos en un ciclo de clara resistencia a todo cambio porque a nivel planetario y global estamos viviendo tiempos de incertidumbre, de una complejidad creciente, y eso crea inseguridad; y ante la inseguridad, el mecanismo de la vida, y sobre todo el mecanismo de las instituciones, es la autodefensa. Y la Iglesia en estos momentos está viviendo clarísimamente el mecanismo de la fortaleza asediada, pero yo creo que no va a poder resistir.

¿Tal vez por esa razón se está produciendo una especie de marginalización o de sectarización de la institución, al menos en Occidente?

Efectivamente, y sobre todo en el Occidente europeo. Desde sus orígenes, el cristianismo fue un movimiento marginal. En una de las obras de investigación histórica más importante de estos últimos años, a Jesús se le llama «un judío marginal». Jesús perteneció a un movimiento marginal, se automarginó consciente y deliberadamente de aquella sociedad y de aquel sistema religioso, de modo que eso no es algo malo. Lo que pasa es que la primera Iglesia siguió siendo un movimiento marginal pero con un enorme potencial transformador de la sociedad. A medida que pasó de ser un movimiento marginal con potencial renovador a ser la masa de la sociedad con todos los resortes del poder, la Iglesia perdió buena parte del vigor y de la eficacia de su palabra. Luego ha venido la pérdida del poder social y político, cosa que creo muy sana para que la Iglesia recupere sus orígenes evangélicos, pero la Iglesia está llevando muy mal esta pérdida de poder. Ahora se está volviendo a convertir en un fenómeno sociológicamente marginal, pero ahora por planteamientos de tipo fundamentalistas defensivos.

Mientras no vuelva a hacer suya la inquietud, la imaginación y la capacidad renovadora de eso que llamamos Espíritu Santo, yo creo que no solamente será un fenómeno marginal sino sectario. La iglesia oficial está adoptando inquietantemente tics y mecanismos de tipo sectario.

¿Cree que con la actual jerarquía la iglesia vasca podría contribuir de alguna manera a la resolución democrática del conflicto político de Euskal Herria?

Creo que debería y creo que los obispos vascos siempre han tenido entre sus prioridades la causa de la pacificación, de la resolución del conflicto, de la reconciliación de la sociedad. Creo también que esa prioridad ha dejado de serlo para los últimos obispos nombrados aquí. La sociedad ha asumido de una manera muy adulta, seria y responsable la causa de la pacificación, de la normalización, de la reconciliación, de la resolución en términos estrictamente democráticos de este conflicto, y yo me fío mucho de la sociedad y creo que lo que puedan hacer los obispos podría ser muy importante, pero es mucho más importante lo que puedan hacer los cristianos y mucho más lo que pueda hacer la sociedad como tal.

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