Mientras andamos avergonzados con las insuperablemente desdichadas bravuconadas de Sánchez Dragó y sus supuestas relaciones con niñas prostituidas en Japón, y las mamarrachadas de Silvio Berlusconi y sus supuestas relaciones con prostitutas menores de edad, va y los noticiarios entre el aumento del paro y el ascenso de la extrema derecha norteamericana, nos informan de que una niña rumana de diez años ha dado a luz a otra niña de cerca de tres kilos en un hospital de la provincia de Cádiz. El padre de la niña recién parida también es menor. O sea, un panorama como para que se le quede la cara de velocidad con la que aparece una encargada de estos asuntos de la Junta de Andalucía.

Porque en los imágenes que acompañan a esta información aparece la madre y abuela, encantada de la vida, asegurando que eso es «normal» en su país. ¿De verdad es normal que se pase de jugar con muñecas a parir? ¿Cómo puede ser normal que casi antes de ser adulta se sea madre? ¿Quién se hace cargo de esas dos o tres biografías sepultadas en un acontecer sobrevenido que marca y de manera imborrable esas vidas? Se trata de una condena, de una perpetuación de una dependencia casi biológica, de un enganche con los acontecimientos como llegados desde fuera de los individuos que nos colocan en un atraso insufrible y una duda asfixiante: ¿La edad importa?

El dato de que esa niña-madre sea rumana solamente aporta un plus de incomprensión. La aparente naturalidad con la que la abuela y madre asume el acontecimiento, mostrando su felicidad abiertamente, nos hace reflexionar sobre las claves de la situación. ¿Debe intervenir el Estado en estas cuestiones? Si es una niña deseada, ¿qué pinta nadie ahí? Pero alguien puede tener una certeza indubitable de que la niña madre y el niño padre eran conscientes de que sus juegos sexuales les podía lleva a esta situación? Una vez asumido, consentido, cuidado y consumado el parto, ¿qué razones que no sean económicas les puede privar del fruto de esa acción que se supone de amor? Este es un buen debate, muy profundo, y esperemos que todo lo que se nos ha contado sea estrictamente la verdad. No sea que haya otras connotaciones dolosas ocultas.