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Otegi, González y Currin, tres nombres muy diferentes para una semana clarificadora

El juicio por el acto del Velódromo de Anoeta de 2004, celebrado esta semana en la Audiencia Nacional, ha estado plagado de contrasentidos. El más evidente es el de que una propuesta política acabe tratándose en una sede judicial, con tres políticos en el banquillo y otro político más como testigo-estrella. En una vista con un seguimiento mediático enorme, ha llamado la atención también el modo en que se ha resaltado, como noticias de alcance, afirmaciones de Arnaldo Otegi que la izquierda abertzale lleva sosteniendo muchos meses, incluso años: por ejemplo, que no plantea que se hagan «concesiones políticas» a ETA y que rechaza la utilización de la violencia para «imponer proyectos políticos». Y resulta paradójico el interés repentino por estas declaraciones cuando ése era precisamente el fondo de la propuesta de Anoeta que tiene ya seis años de vida y que ha estado precisamente en la diana de este juicio.

En cualquier caso, está claro que las dificultades de la izquerda abertzale, antes y ahora, para trasladar este mensaje a la opinión pública española han sido evidentes. Tan grandes que sus portavoces no dudan en utilizar con fines pedagógicos un escenario tan inverosímil e incómodo como el del banquillo de acusados. Al final, el juicio ha ofrecido la imagen de unos líderes políticos expresando una apuesta de solución y paz frente a unos jueces y una Fiscalía cuyo único objetivo es acallarles con años de cárcel. Sin embargo, a la vez parece claro que el esfuerzo sostenido de los Otegi, Joseba Permach o Joseba Alvarez ha empezado a obtener ciertos resultados. El «muro de silencio» del que habló Otegi, tan extendido en el Estado español, empieza a mostrar algunas fisuras (ahí están las declaraciones de Jesús Eguiguren y la agresividad con que han sido respondidas desde la ultraderecha española). Y ese muro, vigente hace apenas un año, ha saltado definitivamente en Euskal Herria. Así lo demuestran dos imágenes de unidad de acción de esta misma semana: el respaldo dado a los tres acusados por una amplia representación vasca en Madrid, y el impulso plural dado ayer desde Durango a la exigencia de un cambio en la política penitenciaria.

González y la ética

No es menos paradójico que mientras la izquierda abertzale persiste en crear un nuevo campo de juego, el Estado español insista en mezclar los dos ámbitos que quedaron perfectamente deslindados aquella tarde del 14 de noviembre de 2004 en el Velódromo de Anoeta. Procesos judiciales como éste constatan de nuevo su obsesión por intentar neutralizar el debate político a través de mecanismos de conflicto como la ilegalización. Madrid tiene pendiente su Anoeta.

El escenario creado por el independentismo ofrece al Estado español una opción inédita de cerrar definitivamente el conflicto armado y violento. Esta es una realidad que ya se niegan a ocultar dirigentes como Eguiguren, cansados de que los discursos previos entierren las expectativas que se reconocen en privado. Y más aún cuando nada menos que un ex presidente del Gobierno español como Felipe González acaba de derribar, ya sea intencionada o casualmente, una de las barreras utilizadas históricamente contra las opciones de una solución democrática.

Después de escuchar sus consideraciones sobre la guerra sucia y su aceptación implícita de que este tipo de decisiones eran trasladadas al máximo nivel del Gobierno, resulta más evidente que nunca que no cabe utilizar argumentos éticos o morales como parapeto para impedir avanzar hacia la salida. Incluso cabe dar la razón a partidos como el PP cuando, al hilo de esta polémica, resaltan que no es productivo mirar al pasado, en este caso a los GAL. Miremos pues hacia el futuro.

Currin y el futuro

El horizonte aparece marcado por un nuevo jalón, presentado el viernes en Bilbo. La figura de Brian Currin ha estado marcada por todo tipo de distorsiones y manipulaciones en los últimos meses. Ya ha negado que sea un agente de la izquierda abertzale, lo que resultaba obvio después de ver el ramillete de líderes internacionales que sumó a la Declaración de Bruselas. También ha explicado que no es un mediador, sino un facilitador. Y ahora se le presenta otro problema de identidad: una amplia parte de la opinión pública lo ha reducido a la condición de «etólogo», pese a que su labor no consiste en vaticinar el futuro, sino en allanarle el camino.

Así, medios y políticos han reducido la comparecencia del viernes a la opinión personal de Currin sobre una cuestión concreta: la posición que adoptará ETA en los próximos tiempos. Queriendo o no, con ello han ocultado el altísimo valor de la iniciativa que presentó en Bilbo. El Grupo Internacional de Contacto no sólo avanza, sino que cuenta con un ámbito de actuación muy determinado y que sin duda responde a las necesidades de la resolución del conflicto: legalización de la izquierda abertzale, corrección de la política carcelaria, apertura de diálogo político basado en los principios Mitchell, todo ello ubicado después de un alto el fuego indefinido, verificable y unilateral de ETA. Se trata de una concrección que aclara mucho el panorama y que se lo complica, lógicamente, a quienes intentan sostener que el final del conflicto se limita al fin de ETA.

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