Es el secreto del éxito de los culebrones. Separaciones, supervillanos, enfermedades, amantes vengativos y todas las adversidades que puedan imaginarse los guionistas para que, mil capítulos después, la pareja de protagonistas se reúna y coma perdices por siempre jamás.

Pues algo así tuvo que vivir el Athletic para reencontrarse con un triunfo que jugadores, técnicos y los 37.000 espectadores de San Mamés celebraron como la más espectacular de las goleadas. Doris Amanda y Ricardo Alberto no se intercambiaron el «sí quiero», pero más de un invitado al convite soltó la lagrimita con la victoria más sufrida de los rojiblancos en estas once jornadas de Liga. Pocas goleadas superarán en emoción al triunfo frente al Almería.

Pero la mala leche de los guionistas no explica todo lo que sucedió en San Mamés. Poca, o ninguna, celebración se habría vivido en el estadio rojiblanco sin la respuesta conjunta que ofrecieron equipo y afición a los obstáculos que se encontraron en el camino. La rabia, el esfuerzo, el coraje se unieron a uno y otro lado de la banda -Juanma Lillo fue quien mejor lo resumió en su posterior rueda de prensa-, para que la Catedral viviese una de esas tardes que le convierten en un estadio mágico. Y para que el triunfo se celebrase como merecía. Porque son tres puntos, que a efectos prácticos harán poco más que mantener al equipo entre los aspirantes a la ilusión. Pero llegaron de una manera que debería tener sus consecuencias de cara al futuro.

Lamentablemente, las negativas son las únicas que están aseguradas, porque Joaquín Caparrós pierde a tres jugadores para el Santiago Bernabéu. Precisamente la expulsión de dos de ellos -Koikili al filo del descanso y Castillo a los veinte minutos de la segunda parte- fue el desencadenante de la agonía que tuvo que vivir el Athletic antes de poder disfrutar de un triunfo que, con lo visto en los 44 primeros minutos, parecía prácticamente cantado.

Porque pese a fallar un penalti con el marcador a cero y el partido recién comenzado -Diego Alves, que el año pasado ya demostró el por qué de su fama ante Llorente, repitió esta vez ante San José-, el casi inmediato gol de Llorente, el juego del equipo y, sobre todo, la inofensividad del Almería, permitían pensar en una tarde apacible.

Empezó a torcerse a un minuto del descanso, cuando Koikili vio su segunda amarilla. Discutible, cuando menos.

Tocaba redoblar esfuerzos y mover pieza. Los jugadores cumplieron con su parte y Caparrós con la suya, sacrificando a Igor Martínez para dar entrada a Castillo. No impidió que los almerienses crearan más peligro en los diez primeros minutos de la reanudación que en todo el primer tiempo, incluyendo un duro remate de Goitom que Iraizoz envió a córner, o un gol de Carlos García anulado por fuera de juego.

Pero la cosa seguía viéndose asequible, así que hizo falta otra vuelta de tuerca. De nuevo con una expulsión -esta vez justificada, al existir falta de Castillo y ser éste el último defensor-, que obligó al Athletic a jugar los últimos 25 minutos con sólo nueve jugadores.

Hubo otra vez respuesta doble. La de Juanma Lillo, que metió al campo a tres jugones de una tacada. Y la de la familia rojiblanca, a la postre la ganadora. A la presión asfixiante de la grada se le unió el trabajo no menos espectacular del equipo. Nueve jugadores que se multiplicaron no sólo para frenar a su rival, sino incluso para seguir creando peligro gracias a Muniain y, sobre todo, Llorente, que posiblemente firmó su mejor actuación de la temporada, pese a contarse entre los que no tienen un respiro.

Unos y otros consiguieron que el agobio lo pusieran la estrechez del marcador y la inferioridad numérica, más que un rival al que impidieron crear verdadero peligro.