En su nuevo avión presidencial, un capricho de 180 millones de euros que no ha sucumbido a los reajustes presupuestarios, Nicolas Sarkozy sobrevoló el Mediterráneo multicultural en su viaje relámpago a la capital surcoreana. Como una estrella del papel couché, llegó tarde a Seúl donde le esperaban los veintipico dirigentes que dicen manejar este mundo desigual, oprimido y nada fraterno, pero que en realidad se mueven al ritmo marcado por las falanges del capital.

Noqueado en las encuestas tras un largo combate contra el frente sindical, Sarkozy se sabe en la cuerda floja. Por ello intenta amarrarla lo mejor posible para proseguir con su viaje funambulista hacia la eternidad. Su presidencia al frente del G20, en vísperas de las elecciones de 2012, le proporcionará la imagen que perdió en su casa. Pero consciente de que es allí donde debe ganarla, Sarkozy se excusó y embarcó de regreso para ultimar su remodelación gubernamental.

En su viaje de vuelta, volvió a atravesar el Mare Nostrum entorno al cual quiere construir su principal legado, la Unión por el Mediterráneo, un proyecto eminentemente comercial revestido de moderna interculturalidad. Este próximo fin de semana tendría que reunirse la cumbre mediterránea en Barcelona, pero la situación en Palestina puede volver a retrasar el encuentro. Desde su avión, tal vez Sarkozy se lamentó de su suerte. Pero seguro que no pensó en la de los saharauis. Ellos no son mediterráneos. Tampoco mantienen un intercambio comercial con Francia de 6.000 millones de euros. No hay interculturalidad que valga para con los oprimidos. Ni alianza de civilizaciones. Sólo indiferencia y cinismo.