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Alfonso Sastre Dramaturgo

¿Reírse de la guerra?

Si tratara de resumir por qué me he planteado ahora este tema, creo que lo resumiría en la siguiente pregunta: ¿Pueden ser tratadas las guerras -con todos sus horrores y desastres- como un tema cómico en la literatura y el arte en general? Parecería que no, y que sólo gente desalmada y carente de la mínima sensibilidad humana puede reírse de lo que ocurre y de cómo ocurre en las guerras. La respuesta que dieron con sus obras grandes artistas va en ese sentido de negar la comicidad de lo bélico, y ahí están Goya con su serie «Los desastres de la guerra» o Picasso con su «Gernika». La literatura y el teatro por su parte abundan en tratamientos patéticos de las guerras, y baste ahora con recordar un clásico de la literatura contra la guerra, la novela «Sin novedad en el frente» de Erich María Remarque, y, en el cine, grandes obras como «Senderos de gloria» o «¡Ataque!» o «Platoon». También es cierto que ya desde los griegos se puede contar con tratamientos cómicos, si no de la guerra, sí contra la guerra, como es la «Lisístrata» de Aristófanes. Por mi parte, las varias veces que he tratado ese tema nunca he dejado que asomara una sola sonrisa en los desarrollos de tales obras. Voz de un lector: «¡Se olvida usted de algo!».

Yo: «Dígame, dígame».

Lector: Hay un cuentecito escrito y publicado por usted y que se titula Estrépito y resplandor, en el que dos supervivientes de la bomba atómica de Hiroshima discuten y nos hacen reír -o al menos usted lo intenta- porque el personaje que cuenta la historia termina su relato «con esta chistosa frase: que él y yo, en nuestra discusión, por muy enfadados que estuviéramos, no podíamos, por razón de nuestras mutilaciones, llegar a las manos».

Mea culpa!, exclamo; y continúo diciendo ahora que mi lector tiene razón, y que ello me hace pensar en la verdad que hay seguramente en la idea de que la comicidad se produce cuando hay una frialdad de sentimientos y una mecanización de los movimientos humanos, como ya lo anotó Bergson en su libro «La risa». Es por lo que Charlot hace gracia cuando lo vemos sometido a la tortura de un trabajo inhumano. (Mi opinión es que la comicidad es una cuestión de estilo, y que con un mismo tema se puede hacer una tragedia o una comedia. Así es que el autor latino Plauto escribió una comedia memorable, comiquísima, con el tema de unas grandes tragedias griegas nada menos que de Esquilo, Sófocles y Eurípides, hoy perdidas: «Anfitrión»).

Sobre eso de que para reírse hay que dejar a un lado la sensibilidad humana, ser «una mala persona», por lo menos para reírse porque alguien -por ejemplo- corre angustiado detrás de su sombrero que se lleva el viento, yo recuerdo que el poeta Gabriel Celaya me dijo un día que la comicidad «es de derechas» (por cierto que él era de izquierdas y se reía mucho y con muy sonoras carcajadas), pero es cierto que los mejores humoristas españoles del siglo XX eran de derechas, como Julio Camba, Enrique Jardiel Poncela, Wenceslao Fernández Flórez, Miguel Mihura o Antonio Lara (Tono). ¡Ah!, pero para arrebatar el trono mundial del humor a las derechas nos basta con la figura memorable del gran Mark Twain, que fue un campeón literario de la lucha contra el imperialismo.

Pero vamos a ver, vamos a ver: Hablando de la guerra y su relación con el arte y la literatura, en seguida observamos que no son sólo dos los objetivos de su tratamiento: 1) hacer reír, y 2) hacer llorar, sino que está abierto y muy habitado en la historia de la cultura un tercer objetivo: 3) promover una gran admiración hacia las guerras trágico-heróicas, en las que no se trata de reír ni de llorar aunque en esas obras también -con la admiración- se ría o se llore. En esa línea están tan grandes obras como «La Iliada» de Homero, «Los persas» de Esquilo o, dando un gran salto histórico, la gran tragedia de Cervantes «La destrucción de Numancia», claro ejemplo de una obra que se hace para exaltar el heroísmo patriótico de los pequeños pueblos frente a sus grandes opresores imperialistas. Este planteamiento está, digamos, más allá de todo pacifismo plorante y eleva las desventuras al rango de sacrificios heróicos por la libertad.

Lo que yo intento hoy con este artículo es irrumpir e incurrir en el tema de «los desastres de la guerra» (recuerdo otra vez la genial serie de grabados de Goya), vividos estos desastres desde la vida cotidiana de los seres humanos que los sufren y de los sufrimientos y las miserias que toda guerra comporta, sea lo que sea lo que en ella se dispute. ¿Es posible reírse de eso o, ni siquiera, con eso? ¿Y cómo reírse en tales casos sin denunciarnos con ello como seres indignos, a quienes puede hacer gracia, por ejemplo, ver que un albañil se cae de un andamio si, al caer, hace unas graciosas piruetas? ¿Hacer un chiste, por ejemplo, sobre el bombardeo de Gernika? ¿Sobre la guerra en general? Sí, es posible. El humorista español Gila creó un genero de chistes de un tipo de comicidad que voy a imitar aquí porque no recuerdo ninguno de sus textos: (Al teléfono:) «¿Es la ferretería? Soy el general López. ¿Podría enviarme tres pesetas de balas, de esas que matan bien?».

Hemos hecho algunas preguntas que, en realidad, ya están respondidas en el área cultural europea, en la que se han escrito algunas obras estéticamente cómicas y socialmente revolucionarias sobre la guerra en general y el militarismo en particular, que yo estimo próximas a la genialidad, y estas obras, que yo sepa, son dos, así tituladas: «Las aventuras del buen soldado Svejk» de Jaroslav Hasek (Galaxia Gutenberg) y, sobre todo, «Los últimos días de la Humanidad» de Karl Kraus (Hiru), que acaba de aparecer. La respuesta a nuestra cuestión podría resumirse en la frase «reír por no llorar» y también en la otra, ya proverbial, «castigat ridendo mores»: critica las costumbres riéndote de ellas.

Cuando leemos «Los últimos días de la Humanidad», que es un Apocalipsis cómico y patético del horror de la Primera Guerra Mundial, reír es... una forma de llorar y, así mismo y sobre todo, de tomar conciencia de la gravedad de estos problemas; y más cuando se hace una lectura actual de la obra, desde el conocimiento histórico de que la humillación que sufrieron los alemanes en el Tratado de Versalles (la barbarie campeó en los dos bandos: los Imperios Centrales y la Entente) fue una causa muy importante de que naciera el huevo de aquella serpiente del nazismo que definitivamente estalló en 1939 con el comienzo de unos nuevos «últimos días de la Humanidad» (Segunda Guerra Mundial), que acabaría en el doble espanto de Hiroshima y Nagasaki, ya profetizado de algún modo en la obra de Karl Kraus. Desde entonces (bomba atómica), «Los últimos días de la Humanidad» no fueron sólo la horrible pesadilla de un «Criticón» desesperado (Karl Kraus) sino el horizonte de una gran amenaza real que hoy, después de lo que se llamó «la guerra fría», durante la que vivimos sobresaltados por la posibilidad del final de este planeta, puede asaltar a la Humanidad en cualquier momento, por medio de un casus belli tan sencillo como acusar a Irán de ser un peligro para la vida humana, y ello desde países que son arsenales de muerte atómica.

La obra del gran escritor austríaco Kraus es una pieza maestra escrita sobre los horrores de la guerra, que da risa, sí, pero también mete miedo y produce cólera ante las infamias que denuncia. Leyéndola se pasa de la carcajada al escalofrío y la ira.

La de Hasek, que cuenta la historia cómica de un inolvidable «buen soldado», trata de lo mismo que la de Kraus pero es muy diferente: la novela del genial escritor checo es como una burla suave, una flor del paraíso en medio del infierno. Es una obra dulce que provoca, podríamos decir, «carcajadas blancas».

Por su parte, Karl Kraus definió su terrible texto como una «versión escénica» de un libro anterior, y ello (decir que esta versión es «escénica») es una burla más de su autor, porque esta versión, desde el punto de vista teatral, tampoco es viable, lo cual no dice nada contra ella, por supuesto. Karl Kraus creía que el teatro era un freno para el espíritu y tenía razón en cuanto que en el teatro no se puede hacer lo que Kraus pide irónicamente que se haga, aunque también es cierto que con esos materiales que él escribió y que leía y recitaba en sus conferencias, directores como Erwin Piscator o Max Reinhardt, a quienes él negó su autorización, podrían haber hecho espectáculos memorables, cada uno a su modo. Ya para entonces Piscator había enriquecido el escenario con novedades mecánicas (como la banda sin fin) y empleaba proyecciones en la escenografía y para la presentación de movimientos de masas (véase su famoso libro «El teatro político»), además de crear una «oficina dramatúrgica» capaz de reescribir, con destino al Teatro Piscator, determinados textos. Entre los méritos de esta oficina está el de que Bertolt Brecht se formara en ella.

En aquella Europa el teatro estaba en la vanguardia de los acontecimientos estéticos, sociales y políticos, y los escritores (todavía) en las vanguardias del teatro.

Digamos como resumen de estas reflexiones, y para terminar, que reír por no llorar me parece una muestra de sensibilidad moral y no lo contrario.

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