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Antonio Alvarez-Solís Periodista

Robar la hucha

El autor analiza críticamente la renacida práctica de las privatizaciones «como el único método concebible que enderece el encenagado progreso universal». Desde la analogía con la microbiología, define el carácter depredador y el funcionamiento como virus de tal proceder, y finaliza apostando por la nacionalización de «lo que queda» como «compost de un tiempo más sensato».

Han vuelto a levantar la cabeza con arrogancia. Tras protagonizar el desastre colosal que ha hecho avanzar el fosco tercermundismo hasta el corazón del gran occidente insisten en su apología del libre mercado, como si en esa falsa y controlada libertad radicara la felicidad posible del ser humano. «Todos mis soldados llevan el bastón de mariscal en su mochila», dijo Napoleón; pero los mariscales no llegaron a la docena y los soldados sumaron unos millones de muertos e inválidos. Francia inventó el llamado camino de vida americano. Ahora, cuando sobrevino el seísmo, pareció clarear la verdad acerca de la maldad de ese dogma sobre la excluyente superioridad de lo privado. Tras caer una torre tras otra quedó patente la engañosa capacidad de los poderosos para crear dinero con bienestar. Y sin embargo, renace la práctica de las privatizaciones como el único método concebible que enderece el encenagado progreso universal. Otra vez la gran seducción del bastón de mariscal, esta vez, además, con mariscales hereditarios.

Parece que ningún argumento logra convencer a las grandes masas de ciudadanos del perverso engaño que supone el mito de la minoría creadora única de los bienes y, por consiguiente, propietaria de ellos -un mito religioso para el laico moderno-. ¿Quién es capaz de convencer a esas multitudes de que el dinero lo fabrica el vivir común, lo sudan las mayorías y que el cacareado talento de los creadores no constituye más que una audaz explotación en respuesta a las necesidades colectivas?

El Gobierno español acaba de anunciar la privatización de los aeropuertos, de los juegos y apuestas del Estado y se insinúa la de los ferrocarriles y ciertas propiedades públicas en cuya edificación las generaciones del común ciudadano fueron invirtiendo el dinero de su hucha, pocas veces voluntariamente y casi siempre obligadas. Transportes, energías, cajas de ahorro, fondos de pensiones, centros sanitarios, telefonía y comunicaciones postales, incluso seguridad policial, todo está siendo transferido a quienes necesitan hincar sus dientes mellados en la yugular de los ciudadanos para extraer la escasa sangre que queda en ellos. El vampirismo renace pese a haber quedado al descubierto la maldad de los vampiros. La ingenuidad de los ciudadanos que andan la calle es colosal. Ha bastado con que medio millón de personas vieran malogradas unas vacaciones de cuatro días para que se anuncie con vigor la entrega de AENA a quienes les basta con descolgar un teléfono para transmitir sus órdenes a Bolsa.

He ahí otro camino para la nueva estafa: provocar a los controladores. En esta situación de almoneda a la baja los cínicos portavoces gubernamentales han llegado incluso a cuantificar las pérdidas infligidas a la economía nacional por la huelga de los controladores aéreos -creo que unos trescientos millones de euros- escondiendo sin reparo alguno la cifra de pérdidas que supone una semana de celebraciones burdamente patrióticas o hipócritamente religiosas. Si hay crisis y nos exigen esfuerzos para superarla ¿por qué no hablar de un paro alentado populistamente desde un calendario tan groseramente manipulado?

La economía ha pasado de ser una ciencia moral, esto es, una propuesta ética de sistema de sociedad, a ser una vulgar técnica de doble contabilidad engalanada con masters rudimentarios.

No mientan los gobiernos mediante su propósito de expulsar a los depredadores porque los depredadores se recobran como la tenia o ciertos anélidos elementales. Los depredadores se hacen y rehacen con el ADN del sistema depredador. Un depredador funciona como un virus: incapaz de generar su propia multiplicación por carecer de los elementos básicos de la vida, parasita una y otra vez las células vivas de la sociedad, que constituyen el sistema orgánico de la ciudadanía, para tomar de ella el material genético que precisan. Un banquero funciona como un virus, un político actual se reproduce como un virus, las instituciones públicas son esencialmente virales. El mismo funcionariado encargado del orden no vive de eliminar microorganismos realmente infecciosos, sino de agitar el recipiente social en que esos microorganismos patógenos se multiplican. Debería cobrar nivel universitario, aunque no sé en que facultad, la microbiología social.

Dicen los políticos y los falsos profetas de la moral de lo privado frente a lo público: «Hagamos pedagogía». Y entienden por pedagogía la intoxicación lenta pero letal de las masas con dogmas sobre la superioridad vital de las minorías sobre la masa ingente a la que se priva de una formación crítica eficaz, cuando no se califica a esa posible formación como un vehículo de terrorismo anarquista ¿Por qué no hay una pedagogía de lo público que estudie cómo se forma la riqueza, cómo se produce el mercado, cómo el dinero se transforma de símbolo en mercancía? ¿Tan imposible es que esa pedagogía se instale en las aulas para abrir con llave segura el futuro necesario? ¿Por qué a los teóricos de lo público se les impide formar a la ciudadanía -y formar equivale a poder hacerlo eficazmente- como cuerpo colectivo compuesto por individuos que funcionaran correctamente al estar engastados en un paisaje de propiedad común de lo esencial? Dicen que hay libertad de cátedra y de información para protagonizar esta enseñanza ¡Cínica proclama! El mundo está poblado de cabezas sometidas al aislamiento, de desdén a quienes exponen serena y noblemente tales doctrinas sobre el colectivismo fundamental, de gentes a quienes los servicios secretos tienden cepos por doquier, de peligros físicos para quien hace de la invitación el colectivismo el eje de sus reflexiones. Son tenidos los tales por locos, por cabezas descordadas, por seres absurdos a los que hay que eliminar en nombre de la salud pública ¿O no es así? Repasamos la nómina de los grandes ignorados. Rocemos simplemente el ala de la mariposa envenenada del sistema y surgirá como por ensalmo el guardián de la ortodoxia.

Las privatizaciones que ahora repuntan ni siquiera tratan de crear un mundo de nuevo poder, con inéditos esplendores, sino que intentan simplemente proteger el mundo del poder que se tambalea. Son estas privatizaciones, como hemos apuntado, una acción de vampirismo sobre lo que queda en pie, obra de generaciones ciudadanas que trabajaron colectivamente, les gustara o no, les doliera o no, para alzar todas esas fuentes de riqueza social que amamantó el Estado y que ahora pierde con una simple ley de demócratas de Congreso y candado. Son privatizaciones de sostenimiento de lo que está arruinándose con ruido y espanto; privatizaciones que se sueltan en coto cerrado para remedio de cazadores furtivos.

Y muchos ciudadanos regresan desde la libertad intentada en los últimos cien años, teñida por la sangre de tantos seres honrados que pensaron en lo colectivo como su hogar posible, para encerrarse ahora mansamente en el corralito donde racionan el pienso como la última posibilidad de supervivencia. Ciudadanos incapaces de socorrer a sus conciudadanos. Ciudadanos que saltan sobre el cuerpo que se desangra -como en la famosa fotografía neoyorquina- para no verse implicados gravemente en responsabilidades que asfixian al insumiso. A la vez todo esto es triste, pero todo esto es real. Todo esto es absurdo, pero todo esto es cotidiano. Todo esto es razonable, pero también criminal. Hay que nacionalizar lo que queda como compost de un tiempo más sensato. No hay otra cosecha porque no quedan manos para la cosecha nueva. Pero queda la piel de los que vagan por el barbecho.

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