REPORTAJE | HOSPITAL DE HELMAND, UNA MIRADA AL ABISMO
Hospital de Helmand, una mirada al abismo
Visitar el hospital de Lashkar Gah (Helmand) supone presenciar en directo el horror inherente a eso que se da hoy en llamar «una guerra moderna»; un conflicto en el que la desconcertada población civil es la víctima principal de un fuego que se cruza desde demasiados ángulos.
Karlos ZURUTUZA
Prohibida la entrada de toda arma a este hospital». Puede tratarse de un aviso redundante en cualquier otro lugar, pero se trata de toda una declaración de principios en Lashkar Gah. Estamos en la capital de la sureña Helmand, campo de Marte para insurgentes y fuerzas de ocupación, cuya tierra quemada aún es capaz de producir más heroína que el resto del mundo entero. Aquí, los desplazamientos entre explosivos de carretera y ataques desde helicópteros hacen que los problemas de salud más comunes se conviertan en auténticas emergencias.
«No preguntamos a nadie a qué bando pertenecen, o desde cuál han resultado heridos. Nuestra labor se limita a ofrecer asistencia médica gratuita a todo el que llega hasta aquí», dice Stefano Argenziano, coordinador de proyecto de MSF en Helmand. Consecuentemente, no se habla de «terroristas» sino de «oposición al Gobierno».
Hay más de dos mil ONG registradas en Kabul, pero se pueden contar con los dedos de una mano los organismos internacionales con presencia sobre el terreno. De casa al hospital, y vuelta a casa; esa es la rutina diaria de la plantilla de médicos que trabajan en una de las regiones más inestables de Afganistán. Sorprendentemente, no hay mercenarios que cuiden de la seguridad, y ni siquiera encontramos el previsible alambre de espino o los sacos terreros en el campamento donde se alojan.
«Nuestra mejor carta de presentación es nuestro trabajo; nos hemos ganado el respeto de la población local porque todos saben qué es lo que hacemos en Helmand», explica Argenziano.
Ilona, enfermera llegada desde Alemania, se mueve ágil entre el mar de burkas azules verdes de la sección femenina del hospital de Lashkar Gah.
«Muchos de los casos que atendemos son de malnutrición en bebes que han bebido leche de vaca o cabra. Sus madres están anémicas y no pueden darles el pecho por lo que los pequeños sufren de una gastroenteritis crónica al no poder procesar esa leche», asegura esta enfermera con dos años de experiencia en Afganistán. «El problema se cura en cuanto reciben un sustituto sin lactosa, pero muchos médicos locales simplemente recetan antibióticos al pensar que se trata de una infección bacteriana...».
«También están los ingresados por una sobredosis de heroína o, simplemente, las víctimas más directas de una guerra que dura ya más de 30 años», añade Assadullah, médico local originario de Mazar (norte de Afganistán).
Como Sharifullah, un adolescente de 16 años del distrito de Nad Alí. Recibió una bala en el estómago durante las celebraciones del final del Ramadán.
«Fue desde un convoy británico. Se pusieron a correr por los márgenes de la carretera. Yo creo que los tomaron por talibanes y dispararon», explica Abdullhaq, su hermano mayor. «Casos como éste son muy habituales en este hospital», añade el enfermero Assadullah.
Puede que otro más sea el de Ihmatullah, pastor de ovejas de 16 años de Musa Qala. Le alcanzó la metralla de un proyectil mientras dormía al aire libre. Según Abdulwazid, su padre, llegó de los británicos, quienes lo estabilizaron y lo trajeron después.
«En mi casa mi vida es más cómoda pero, aquí, mucho más reconfortante», asegura Laura Mendikoa, una enfermera «veterana» en lugares como Liberia, Somalia, Kenia y, por supuesto, su México natal. En estos momentos atiende a Abdulraziq, un niño de 13 años de la vecina provincia de Farah que ingresó hace tres semanas. Lo que cambió su vida fue un IED (explosivo de carretera) que estalló a la puerta de su casa. Ha perdido el ojo y la mano derecha.
Pero la tragedia ha llamado mucho antes a la puerta del pequeño Daudchan. Con tan sólo seis años, acaba de perder la pierna izquierda. Mahmadullah, su hermano de cuatro, ha perdido ambas. «Viajaban con su padre en moto cuando tuvieron la mala suerte de topar con un IED», dice el abuelo de los pequeños. «Mi hijo ha tenido más suerte y sólo ha perdido los dedos del pie derecho», añade resignado.
Testigos incómodos
En el edificio contiguo al hospital de Boost se encuentra el que gestiona la ONG italiana Emergency. Mateo Dell´Aira, coordinador médico local, aporta algunos datos:
«El 90% de los ingresados aquí son civiles, la mitad de ellos niños», asegura este milanés, convencido de que su lugar de trabajo «está siendo testigo directo de la guerra desde el otro lado».
Precisamente, quizás fueron testimonios cómo este los que provocaron en abril el arresto a manos de la policía afgana y tropas británicas de Dell´Aira y otros ocho compañeros. Tras su puesta en libertad, Gino Strada (fundador de la ONG) achacaba dicha detención a que «Emergency es un testigo incómodo de lo que hacen en Helmand las fuerzas de ocupación».
Los testimonios de los ingresados en Emergency son dolorosamente similares. Basta con cambiar la localidad en la que se produjo el accidente y los medios; un impacto de bala, IED, ataque de mortero... El perfil de los afectados también resulta recurrente: civil, la mitad de las veces menor de edad, con brazos y/o piernas amputadas.
Con una voz leve y entrecortada, el pequeño Muhamed (12 años) cuenta que se encontraba en el tejado de su casa cuando notó un impacto en su cuerpo. Asegura que fueron las tropas americanas las que lo hirieron.
«Cuando lo trajeron tenía el hígado pegado a los pulmones; es realmente un milagro que siga vivo», explica el enfermero Luca Radaelli. Según parece, los impactos de bala son la causa más habitual de ingreso en este hospital.
No obstante, no es fácil saber quién ha sido responsable directo de este o aquel ataque en Helmand, máxime si tenemos en cuenta que, además de americanos y británicos también hay soldados estonios, canadienses, daneses, georgianos y árabes (Bahrein) destacados. Y, por supuesto, también hay talibanes, traficantes de droga, o simples bandidos de carretera.
La pregunta, la última por hoy, es la misma para el pequeño Quadratullah, en la cama de al lado: «¿Cómo ocurrió?».
«En mi aldea veíamos entrar de vez en cuando a gente en una casa vacía. Al final, decidimos ver qué había dentro. Al intentar abrir la puerta, noté que algo la atrancaba. Luego algo exploto... Cuando desperté aquí mi padre me dijo que era un almacén donde los talibanes guardaban las armas».
«Uno ha de acostumbrarse»
Este niño de 12 años cuenta su historia con el aplomo y la distancia propias del que todavía no ha tenido tiempo de reflexionar sobre lo que ha pasado. Probablemente, el estado de shock en el que permanece tampoco le haya dejado mirar hacia el futuro: tuerto, manco y con sus dos piernas amputadas, en Afganistán.
«Uno ha de acostumbrarse a todo esto pero no es fácil», explica Radaelli, visiblemente emocionado. Su rotación de seis meses está a punto de terminar y la ONG le obliga a descansar durante unas semanas hasta reincorporarse a su puesto. Hay que tomar aire antes de volver a sumergirse en el horror de la guerra en Helmand.