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Antonio Alvarez-Solís Periodista

Los inventores de almas

Según los resúmenes de prensa, el lehendakari, Sr. López, ha declarado en el Comité Nacional del PSE que a la izquierda abertzale no le basta con presentar unos estatutos para ser considerada una formación democrática. Hay algo, según el Sr. López, «mucho más importante que eso; se trata de romper definitivamente con la violencia». El lehendakari continuó con su gaseoso paternalismo al decir que cree que la izquierda abertzale «se mueve en la buena dirección». Yo te bautizo en el nombre del Padre.

Cuando España salió de la dictadura de Primo de Rivera, el sucesor del general jerezano, almirante Aznar, trató de instalar una continuidad suavizada del sistema primorriverista, a la que se dio el nombre de dictablanda. Aquello no sirvió de nada y poco después venía la República. Parte importante de la ciudadanía estimó que quienes habían de continuar el proceso hacia una política democrática no eran los gobiernos venidos de la dictadura, sino las masas las que tenían que asumir el ser de sí mismas; es decir, la gente normal, la que desea la libertad incondicionada como fundamento de la existencia política. El alma política no se diseña fuera de sí misma. La democracia consiste precisamente en que cada cual pueda poner mesa y mantel a sus ideas. Mesa propia y mantel propio.

La dictadura que encabezan las Cortes orgánicas de Madrid quiere expresarse ahora en Euskadi mediante una dictablanda. El resumen de tan marchita como rechazable intención está en esta otra parte del pálido discurso del Sr. López: no basta con que los abertzales «digan» que quieren hacer una política admisible, sino «que lo demuestren con hechos». Cosa oscura ésta, retórica amojamada, sin médula. Porque ¿de qué hechos habla el Sr. López? ¿De romper con ETA? ¿Demostrar una sumisión castrante? La izquierda abertzale no es ETA. Y en cuanto a la sumisión, resulta proposición repugnante. Superen, pues, los que tal exigen su malintencionado simplismo. Dejen ya de convertir en una Inquisición chica su pobreza intelectual quienes en torno a la mesa-camilla de Madrid no hacen más cosa que contabilizar sus múltiples y avariciosos intereses. El Estado español ha llegado a la inanidad absoluta y a la violencia continua merced al vacío de ideas que le ahoga y esteriliza. Y además ¿a quién hay que demostrar con extraordinarios hechos la política que se pretende, a la calle o al Sr. López? La sugestión parece de una arrogancia execrable.

Hay algo en toda esa exigencia de concesiones para existir en el sistema que le degrada y le convierte en una fruta pocha, descolorida y marchita. Ese algo es la exhibición de la pobreza para concebir la libertad. Con una sana concepción de la libertad nadie va a discutir a los verdaderos abertzales -esto es, los verdaderos patriotas- que pretendan la independencia para su pueblo. Y eso también lo quiere ETA. O sea, que en ese punto esencial ¿cómo se van a hacer distinciones? Las distinciones hay que hacerlas solamente cuando se habla del camino para lograr esa independencia: ¿se procede con armas o sin armas? Ahí está el quid de la cuestión. Si la paz ha de hacerse desarmadamente, o sea, con un lenguaje pacífico, es menester dos cosas para lograrla: aceptar que quien opta por la vía política tiene pleno derecho a exigir su sitio en el ámbito de la política y admitir que la vía de las armas ha de tratarse en el concreto plano en que se encuentran frente a frente dos coacciones: la de la organización armada vasca y la que ejerce torpemente el Estado. Pero hay algo que no puede condicionarse, y es la admisión de una ideología que tiene, además, un rango histórico, una larga pretensión en el tiempo.

No puede inventarse el alma del otro. Ni el Sr. López ni el sursumcorda deben penetrar en el horno íntimo donde cada cual, sea individuo, partido o pueblo, cuece sus aspiraciones. Intentar este allanamiento resulta de una rudeza que produce estremecimiento. En este sentido, resulta obvio que la historia española está lastrada por una vejación recalcitrante. Exigir que un pensamiento esté precocinado equivale a una martingala tan destructiva como injuriosa. La esencia de la libertad radica precisamente en la creación de horizontes solamente valorables por la soberanía del común, en este caso la soberanía vasca, que para considerarse tal exige ser íntegra o completa. Y conste que cuando hablamos de la soberanía nacional no nos referimos a la presuntamente representada en un parlamento, tan amañada ahora, tan recortada por lo antepuesto y por los bajos intereses, sino a la previa y «libre energía que merced a su superioridad moral asume la creación continua del orden y del derecho», al menos tal como expresa esta sabia definición que debo a Maurice Hauriou, el lúcido constitucionalista francés. La superioridad moral deviene indiscutiblemente del noble concurso de todos para decidirlo todo, cada cual asomado a su ventana y con el alma en su almario, que es donde la verdad no miente. Si hay una ventana cerrada o el alma histórica puesta en subasta, no existe evidentemente el concurso a que acabamos de referirnos.

Es tremendo, Sr. López, que usted se atribuya el protagonismo de lo posible tras convertirlo artificiosamente en necesario. ¿Con qué autoridad? ¿Con qué innata sabiduría? Seamos cuerdos, Sr. López, y mediante una sólida reflexión doten ustedes de esa cordura al sistema político, que tiene por combustible la libertad. Euskal Herria, de la cual usted gobierna una parte tan sólo, porque Euskal Herria está amputada, es una nación que como tal -nación, nacencia- está siempre naciendo en la historia, viviendo cada día el parto pleno de sí misma. Es, pues, un milagro de plenitud. Las naciones no nacen con un alma a trozos, sino con un alma plena, ni tienen que certificar su existencia, y menos frente a poderes estólidos, preñados de ajenidad.

Hay un aspecto de esta desagradable cuestión que entenebrece sobre todo la vida española: es la reserva de juicio, inicial e injustificado, de los poderosos sobre quienes se ven obligados, por una atribulada mecánica histórica, no sólo a justificar los poderes con un voto irrazonado y desinformado, sino a plegarse a esos poderes y sufrir bajo su imperio.

En este sentido, jamás han logrado los españoles que sus presuntos diputados nazcan del lugar que representan ni que permanezcan en él para convertirse en receptores y transmisores cotidianos de lo que sus representados pretenden, de lo que se quejan o de lo que idean. Madrid sigue siendo un reducto lejano del que parten los rayos de una potestad corrupta desde el principio. Todo lo que no sea Madrid es ilegítimo, ilegal y especioso. ¡Estado recusable y siempre bajo las armas!

Nunca reformarán la Constitución en este sentido de representatividad permanente, de poder que ha de justificarse a diario ante quienes lo confieren. Una de las esperanzas que tenemos quienes deseamos el ejercicio verdadero de la soberanía es que los delegados para la gobernación del común sean el mismo común encarnado en juntas, municipalidades, organizaciones y otras muestras del ejercicio democrático vivo.

Pero no se logrará tal viveza de existencia política mientras los estados llamados modernos no sean abolidos a fin de que muera con ellos la posibilidad de su reproducción macabra.

Precisamos con urgencia otro tipo de poder. Y este nuevo poder, surgido de una inmensa red de expresiones populares, será obra, sobre todo, de aquellos pueblos a los que se ha venido negando el ejercicio de su soberanía y que por ello están incontaminados de ese otro poder lejano -ahora se le llama globalizador- que hace de los empobrecidos ciudadanos la granja que describió el Sr. Orwell. Necesitamos cultivar una moral ecológica.

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