El almirante» quiere ser la gran película rusa, pero no todo se consigue con una producción de veinte millones de dólares, porque también hace falta un verdadero talento cinematográfico detrás, como lo tuvo el cine soviético con Eisenstein. El menos dotado Kravchuk sigue engrasando la maquinaria propagandística, ahora puesta al servicio del hundimiento simbólico de «El Acorazado Potemkin», por aquello del revanchismo histórico.

Fracasa en el intento debido a la imposibilidad de desenterrar un anticomunismo desprovisto de enemigos reales, y lo único que consigue con esta cinta es seguir alimentando la triste nostalgia zarista. A lo más que puede llegar es a rehabilitar la figura de Aleksandr Vasilievich Kolchak, en cuya memoria se comienzan a levantar monumentos en la Rusia de Putin. Los noventa años transcurridos desde que el líder supremo del Ejército Blanco fuera fusilado por los bolcheviques pesan demasiado, y a duras penas puede ser reconvertido en un héroe a lo «oficial y caballero» a través de la ficción melodramática.

A Kravchuk le ha perdido la ambición desmedida al querer hacer un cruce entre la grandiosidad novelesca de «Guerra y paz» y la épica romántica de «Titanic», cuando a lo sumo podía haber realizado una impactante cinta bélica.

Vistas por separado, las espectaculares escenas de guerra parecen sacadas de una obra maestra, pero dentro del metraje completo no bastan por si solas para arrastrar el lastre de una acartonada y folletinesca historia de amor.

La batalla naval de la I Guerra Mundial, la sublevación armada durante la Revolución de Octubre o la retirada de las tropas fieles al gobierno de Omsk ante el avance del Ejército Rojo, dan lugar a poderosas imágenes como la del almirante Kolchak arrojando su Sable de Honor de Oro al mar antes de entregárselo a los amotinados en su acorazado Pogranichnik.

Y todo por querer humanizar desde el punto de vista sentimental a quien fue un militar dictatorial, arrinconado por el curso imparable de los acontecimientos.