Antonio Alvarez-Solís Periodista
Un tal Blázquez
«ETA debe desmarcarse de sus motivos históricos y políticos», que son en realidad «subterfugios y pretextos para la injusticia»; estas declaraciones del arzobispo de Valladolid y vicepresidente de la Conferencia Episcopal sirven al autor para analizar la situación política y el papel de la Iglesia española. El «¡Cierra!» y el «¡Ataca!» español, frente al «verdadero pecado»: que los vascos sigan esperando su libertad para elegir destino. «El gran problema», concluye, «que late en el fondo».
Cuando ocupó la silla episcopal de Bilbo, en la que permaneció, creo, catorce años, levantó un mar de comentarios. Salvo la gente de iglesia nadie o casi nadie conocía al prelado y mucho menos en su relación con Euskadi. El Sr. Arzalluz utilizó su habitual y fino escalpelo político para definir esta situación de incertidumbre: «Al parecer -dijo tras conocerse la designación- viene un tal Blázquez». Luego empezó la batalla del obispo para hacerse con la diócesis eminentemente nacionalista. No sé si lo logró. Lo único que parece seguro es que monseñor no consiguió darle la vuelta a su íntimo españolismo. Ahora ha reflotado esa españolidad al hablar de la posible renuncia de ETA a la acción armada.
El actual arzobispo de Valladolid ha calzado la espuela centralista al decir que ETA ha de renunciar no sólo a su actividad militar -que es precisamente lo que desea la izquierda abertzale- sino que debe desmarcarse de «sus motivos históricos y políticos» que son en realidad «subterfugios y pretextos para la injusticia». Como siempre, por mucho que se desee la innovación los frutos nunca cambian si brotan de idéntica tierra. Esto lo aprendí en su día al repasar la historia del cava catalán. Los catalanes aprovecharon la filoxera que destruyó sus viñedos de cava hace ya más de un siglo para importar vides champaneras francesas, pero a la tercera cosecha el producto tornaba a ser cava. Gracias a Dios, porque a mí no me atrajo nunca un vino que lleva incorporado el sabor a queso, como sucede con el verdadero champán, obviamente francés.
La frase del arzobispo de Valladolid y vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española no deja de producir niebla de cara a su exégesis, ya que habitualmente es muy difícil averiguar lo que realmente quiere decir un arzobispo, pero subrayar que se debe continuar «con la deslegitimación de todos los motivos» que han movido a los miembros de la organización armada vasca produce una percepción muy radical y poco esperanzadora respecto al arreglo de la llamada cuestión vasca.
Uno piensa, con lógica elemental, que el prelado vallisoletano quiere decir que la pretensión independentista debe ser asimismo arrumbada por los etarras, lo que supondría, por deducción lógica, que esa pretensión revela también perversidad política y moral -y una absurda connivencia- en cuantos la sostengan, aunque practiquen la política absolutamente desarmados.
Ahí está lo grave; lo que levanta el velo del templo para enfrentarse a lo que de verdad contiene el arca de la alianza española, según la cual lo etarra, como base de condena, seguirá subsistiendo más allá de ETA, porque el pecado no está sólo en que se mate, sino en que los vascos sigan esperando su libertad para elegir destino.
Si es así, me permitirá monseñor Blázquez, que le diga que «poco adelanta un perro con un cantazo», como reza el proverbio castellano o que «para rato hay moño con cinta blanca», como prefieren alegar los salmantinos. Monseñor Blázquez se une, pues, al carro del Sr. Rubalcaba cuando achica la esperanza, tras las oxigenantes declaraciones del Sr. Otegi a «The Wall Street Journal», con otra frase para el futuro: «Décadas de hechos tremendos no se cierran con dos o tres declaraciones» ¡Si lo sabrá el ministro! También es verdad que otros significados eclesiásticos españoles han vuelto a predicar la sagrada unidad de la patria española. Salirse de la ideada historia de Clavijo parece, pues, terminantemente imposible. El «¡Cierra!» o «¡Ataca!» español no parece disolverse en el tránsito histórico.
El gran problema que late siempre en el fondo de este rústico ejercicio de la existencia es, nada más y nada menos, que la cuestión de la libertad. Uno llega siempre a concluir que la libertad fenece cuando se roza o enfrenta con la propiedad. Libertad y propiedad resultan así antitéticas de modo literal. Los que poseen -España, en este caso- sospechan que su posesión desaparecerá si ha de coexistir con la posesión del otro, aunque sea la mera posesión de sí mismo, que es la posesión esencial y mínima para habitar una existencia humana. Otra vez el «tener» como tenerlo todo. Una tenencia que para justificarse moralmente ha de introducir en su ejercicio una sustancia divina. Dios es como el lacre imperial que sella esta concesión excluyente. Escribe Mijail Bakunin: «Desde el momento en que Dios, el ser perfecto y supremo, se pone -aclaremos: o es puesto- frente a la humanidad, los intermediarios divinos, los elegidos, los inspirados de Dios salen de la tierra para ilustrar, para dirigir y para gobernar en su nombre a la especie humana». Todo esto resulta desolador y obliga a los cristianos verdaderos a levantar la voz y aún oponerse con el cíngulo convertido en látigo a los «elegidos». Subrayo este aspecto del análisis por si llegara milagrosamente a manos de quienes han convertido algo tan simple como la autodeterminación de los individuos o de los pueblos en algo que está entre lo satánico y la Audiencia Nacional. Pongamos por caso.
La libertad es muy difícil de entender si no se ha gozado y sufrido con ella. Quizá esta falta de experiencia es la que convierte el gobierno de muchos prelados, prohombres del sistema, dirigentes económicos y cónsules armados en un gobierno despótico y sectario. La libertad no es la emoción ante la posibilidad o el hecho de poseer sino la de renunciar a lo que tantas veces nos acucia torcidamente.
En las memorias que estoy procurando escribir, aún en la conciencia de mi inanidad, recojo el gran momento en que aprendí a ser libre. Fue en los primeros tiempos de la guerra llamada civil, que me tocó vivir en mi tierra republicana de Asturias. Fui un niño que lo tenía todo sin tener nada, que gozaba de esa sensación de «tener» entre el hambre y los bombardeos fascistas. Ese tiempo en que el jardín de la abuela se abrió a los niños de «la calle», que me enseñaron un mundo en que crecían los amigos como hongos. Tuve que trabajar en un menester modesto, apropiado a mi infancia. Fui niño entre adultos y me hice responsable. Sentía que vivir no tenía fronteras. Y estudié, en un marco pobre, con la curiosidad de saber que el mundo era algo común entre iguales. Todo eso se vino abajo cuando las tropas de Franco entraron en Mieres y me confesó para hacer la primera comunión un cura castrense de la Legión. Allí fue apresada mi alma en un mar de nudos, pero quedó la semilla de lo que era libertad.
Hoy soy un niño de la guerra; un pequeño miliciano con botas rígidas, mono derrengado y una cazadora enorme. Permítanme que ahora recuerde esto tan infantil, pero lo creo útil en un mundo en que nunca tan pocos pudieron causar tanta muerte. Cuando abría los ojos no supe lo que era la propiedad. Me dejaron correr y autodeterminarme. Por eso mi relación con los prelados es hoy tan difícil. Por ejemplo: no entiendo que la paz necesite aprobaciones ajenas para existir; que unos la creen a su imagen y semejanza y le pongan precio; que esa libertad sea recibida como un maná infeccioso por caer sobre la tierra y ser servida sin cubertería de plata.
Monseñor, ya ve usted qué raro cristianismo. Claro que en las cuentas materiales sigo la consigna del Sr. Marx. Un lío, monseñor. Algo a lo que llamamos libertad. Como llamábamos libertad al trozo de pan que encontrábamos por casualidad mientras caían las bombas de Franco y que frotábamos contra la cazadora lustrada de lamparones para ver si atraíamos otro corrusco. Nos autodeterminábamos, monseñor, y todos éramos inocentes porque no podíamos ser otra cosa.