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Crónica | Arropados hasta San Mamés

La afición acompañó al equipo hasta el campo al grito de «¡a por ellos!»

Unos quedarán en el «carton» y otros en el «vidrio», decía un gracioso. Así es, unos arroparon al equipo desde el hotel hasta el campo; otros les aguardaron en los bares de los aldeaños del campo. Los jugadores no estuvieron solos.

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Joseba VIVANCO

Decía Alex James, un futbolista escocés, que ver fútbol es como ver sexo: está bien, pero es mejor practicarlo. El problema es que anoche sólo eran 11 los privilegiados sobre el húmedo verdor de San Mamés y 40.000 los afortunados con entrada para vibrar con ellos; el resto se tuvo que conformar, como hicieron cientos y cientos en las horas previas al encuentro, con jalear y arropar a sus jugadores desde la misma salida de su cuartel general, el céntrico hotel Carlton de la capital bilbaina. Se evocó el `espíritu del Sevilla' y la plaza Moyua volvió a teñirse de rojiblanca para esperar a los -¿curioso, no?- octavofinalistas coperos.

Pero como les contaba el bueno del veterano Koldo Asua a unos txikis recién entrados a Lezama, que sí, que Messi era mejor que Yeste, pero que Yeste era como nuestra madre, que no es tan guapa como Angelina Jolie, pero es nuestra madre, la nuestra. Y eso era ayer el Athletic ante el Barça. El nuestro. Y eso se palpaba en cada uno de los forofos y seguidores, acérrimos o no, que quisieron aupar al equipo en sus horas previas. No fue la cabalgata de los Reyes Magos, que desfiló poco antes por la Gran Vía, fue la cabalgata rojiblanca a lomos del autobús que trasladó a los jugadores hasta la cercana Catedral.

Maite Mentxaka era una de las integrantes de esa comitiva. La primera de todos. De Astrabudua, de 65 años y del Athletic hasta la muerte. «De siempre», confiesa. «Llevo aquí desde las cinco de la tarde», responde rápida y orgullosa. Sí, ha sido la primera en acudir a la convocatoria popular de despedida del equipo a su salida del hotel hacia el campo. «Es que me hervía la sangre y no podía esperar en casa», se explica.

Son las seis y media de la tarde y un nutrido grupo de fieles rojiblancos se agolpan ya a las puertas del conocido hotel, entremezclados con las miles y miles de personas que van y vienen tras la cabalgata de Reyes, cuyos pajes aún se dejan ver por la Gran Vía hacia la Plaza Circular. Y ahí está Maite, a estas horas ya rodeaba de un quinteto de jóvenes que abanderan enseñas del Athletic y visten pinturas de guerra en sus rostros.

Esta vez, los jugadores de Caparrós no tendrán que escuchar la banda sonora de ``Gladiator'' como solía hacer Iraizoz antes de los partidos, ni hacer piña con ese coro futbolero de niños congoleños entonando el himno que compuso Feliciano Beobide para animar esta vez al espartano Leónidas Koikili y los suyos. Esta vez, iba a bastar con imbuirse del ánimo y el cariño de decenas y decenas de personas que a cada minuto se iban sumando a ese pequeño San Mamés en que se está convirtiendo la plaza Moyua en partidos señalados.

«¡Animamos, joder!», grita por un pequeño megáfono Daniel. Él se iba a convertir en uno de los animadores de la algarabía. Le acompañan Claudia, Sara, Enrique y José. «Es un notas, ponlo», susurra una de ellas. Tienen 18 y 19 años, vienen de Getxo, de Txurdinaga, de Laukiniz... Llevan en primera fila desde poco después de las seis de la tarde. «Y yo me pasé 19 horas haciendo cola para pillar entrada», recuerda Jose. Todos irán al partido. Eso es afición.

Daniel sigue a lo suyo, tratando de que la gente que se arremolina cada vez en mayor número siga las canciones que él entona. «Miedo, el Barça tiene miedo y les vamos a meter... cinco o seis», hace de solista con las consiguientes risas. «¡Uno del Barça!», grita entonces. Y al fondo, uno levanta la camiseta blaugrana.

El recital

Los apretujones se empiezan a notar cada vez más. La mayoría de los asistentes a las puertas del hotel son adolescentes y jóvenes, sobre todo féminas. «Parece la puerta del parto», se queja uno, mientras empieza a llegar el que faltaba, el sirimiri. Para eso estamos en Bilbo. En eso, aparece todo un mito, Iribar, el Chopo, que se las ve y se las desea para acceder al interior, entre algún tímido grito de ánimo y algún aplauso. Y a más empujones, cada vez menos huecos. Y sigue el recital de «lo, lo, lo» o el «oe, oé, oé...».

La espera se hace dura. «¿Pero va a salir Llorente?», pregunta una alocada recién llegada. «Llorente es una asqueroso, que se vaya al Madrid», le responde otra que lleva en su espalda el nombre de Susaeta. «¡Que salen, que salen!», grita alguien... Sí, la Ertzaintza, a poner orden y delimitar con vallas el pasillo para los jugadores.

Hay más expectación que animación. Pero Daniel ahí sigue con su megáfono, al que añade una cabeza de león clavada en su bandera y que engulle una bufanda azulgrana. ¡Es el objetivo de todos los fotógrafos de prensa! Alguien hace sonar no la vuvuzela africana ni la zambomba española, sino una carraca. Poco a poco aumenta el tamaño e intensidad de las gotas de lluvia. Pero nadie se mueve.

La espera se sigue haciendo larga. Y llueve. La hora prevista eran las siete y media, pero ni por ésas. La llegada del autobús del Athletic es recibida con aplausos, como si de una nueva gabarra se tratara. «¡Que empieza el partido!», grita alguien. Pero es el vano. Moyua, la plaza entera, es rojiblanca y anima.

Pero hay que esperar hasta pasados dieciocho minutos de las ocho de la tarde para que los jugadores hagan el paseíllo. El primero, el capitán Orbaiz. Todos con semblante serio, concentrados. Sólo sonríe Carlos Gurpegi, el mismo que muchas veces acaba los entrenamientos del sábado y se queda a ver jugar a los chavales de la cantera. También lanza guiños Caparrós. Y Llorente, que no puede evitar devolver los gritos histéricos de las más jóvenes. Apenas unos segundos de aliento en persona a los héroes del partido. Segundos para horas de espera. Pero así es la afición. Como las pequeñas Uxue y Eukene, de 6 y 2 años, disfrazadas de leonas.

El autobús se pone en marcha, escoltados por el vehículo de dos pisos de la plataforma Athletic Eup! que ha recorrido la ciudad durante todo el día. Encaran hacia el campo. La Gran Vía la toma la hinchada. Peregrinan a la Catedral. A las puertas del templo del fútbol, apenas quince minutos después, les aguarda otra marabunta. «San Mamés 12», reza en la espalda la camiseta rojigualda de uno de esos fieles. «A por ellos, oé...», les despiden al unísono. Ya sólo quedaba rezar.

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