Un año más, las calles de Bilbo soportarán hoy el paso firme de decenas de miles de personas reclamando que se abra paso a un nuevo escenario en el que los represaliados políticos regresen a este país con todos sus derechos respetados. Ésa es la esperanza de quienes han convocado la manifestación, de quienes acudirán a ella y de quienes la secundarán desde la distancia.

Viajar con la mochila llena de esperanza alivia a los caminantes durante el trayecto, lo que ayuda a sacar fuerzas de flaqueza cuando el recorrido se complica. No obstante, ese esfuerzo no tendría sentido si no pusiéramos la vista en la meta, en el objetivo final, si no confiáramos en que, una vez alcanzado el destino, nuestro cuerpo volverá a sentirse ligero, sin la carga que forzosamente hemos transportado durante décadas.

Esperar sentado a un lado del camino a que alguien nos recoja tiene muy poco que ver con la esperanza. Esa espera puede convertirse en una trampa porque, mientras los nervios palpitan al ritmo del reloj, nos aleja del punto de llegada, tanto física como cronológicamente.

Si el de hoy se presenta como un paso importante en la defensa de los derechos de los presos políticos, mañana hará falta dar otro de la misma talla, y después otro... No hay que desesperarse: ningún camino es interminable, siempre une dos puntos, incluso cuando de antemano no se conoce el que se encuentra al final.

Así pues, si éstos son tiempos de espera, lo son porque en este pueblo están brotando desde hace mucho decenas de miles de semillas de esperanza; brotes que están reverdeciendo el tejido social y que están cambiando paulatinamente el color del escenario político. Son tiempos de esperanza en los que no hay que dejar de caminar, en los que hay que seguir dando pasos, con las mochilas cada vez más cargadas de razones. El esfuerzo no es la recompensa, sufrir no es reconfortante, pero todavía ni siquiera hemos cubierto la etapa reina que obliga a descansar para volver a tomar aliento. Aun así, paso a paso, vemos la meta más cerca.