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Noam Chomsky Lingüista y politólogo estadounidense

Resolver el estancamiento entre palestinos e israelíes

Mientras sigue dedicado intensivamente a la expansión de los asentamientos ilegales, el gobierno de Israel también está tratando de resolver dos problemas: una campaña de lo que percibe como «deslegitimación» -esto es, objeciones a sus crímenes y retirarse de participar en ellos- y una campaña paralela de legitimación de Palestina.

La «deslegitimación», que está progresando rápidamente, fue llevada un paso más adelante en diciembre por un llamado de Human Rights Watch a Estados Unidos para «suspender el financiamiento a Israel en una cantidad equivalente a los costos de lo que invirtió para apoyar los asentamientos» y para monitorear las contribuciones a Israel de organizaciones de contribuyentes estadunidenses que violan las leyes internacionales, «incluyendo las prohibiciones contra la discriminación» -lo que abarcaría una amplia gama de actos-. Amnistía Internacional ya había exhortado a la imposición de un embargo de armas contra Israel.

El proceso de legitimización también dio un largo paso hacia adelante en diciembre cuando Argentina, Bolivia y Brasil reconocieron al Estado de Palestina «Gaza y la Ribera Occidental», con lo que el número de naciones que lo apoyan asciende a más de un centenar.

El abogado internacional John Whitbeck calcula entre 80 y 90 por ciento la población mundial que vive en Estados que reconocen a Palestina, en tanto entre 10 y 20 por ciento reconoce a la República de Kosovo. Estados Unidos reconoce a Kosovo, pero no a Palestina.

En consecuencia, como escribe Whitbeck en Counterpunch, los medios de comunicación «actúan como si la independencia de Kosovo fuera un hecho en tanto que la independencia de Palestina es una aspiración que nunca podrá ser realizada sin el consentimiento de israelíes y palestinos, reflejando el funcionamiento normal del poder en la arena internacional».

Dada la escala de los asentamientos de Israel en Cisjordania (Ribera Occidental), durante más de una década se ha argumentado que el consenso internacional en un acuerdo de dos Estados está muerto, o equivocado (aunque evidentemente la mayor parte del mundo no está de acuerdo). En consecuencia, los interesados en los derechos de los palestinos deben pedir una ocupación israelí de la totalidad de Cisjordania, seguida por una lucha anti apartheid del estilo sudafricano que llevaría a una ciudadanía plena de la población árabe allí.

El argumento da por hecho que Israel accedería a esta toma. Es mucho más posible que Israel, en lugar de eso, continuará los programas que llevan a la anexión de las partes de Cisjordania que está desarrollando, aproximadamente la mitad del área, y no acepte responsabilidad por el resto, defendiéndose así del «problema demográfico» -demasiados no judíos en un Estado judío- aislando, mientras tanto, a la sitiada Gaza del resto de Palestina.

Una analogía entre Israel y Sudáfrica merece atención. Una vez que se implantó el apartheid, los nacionalistas sudafricanos reconocieron que se estaban convirtiendo en parias internacionales. En 1958, sin embargo, el ministro de Relaciones Exteriores informó al embajador de Estados Unidos que la condena de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y otras resoluciones les preocupaban muy poco en tanto Sudáfrica estuviera apoyada por la potencia mundial dominante: Estados Unidos.

Para los años 70, Naciones Unidas declaró un embargo de armas, prontamente seguido por campañas de boicot y desinversiones. Sudáfrica reaccionó en forma calculada para encolerizar la opinión internacional. En un gesto de desprecio para la ONU y el presidente Jimmy Carter -quien se abstuvo de reaccionar para no alterar unas negociaciones inútiles-, Sudáfrica lanzó una redada asesina contra el campamento de refugiados Cassinga en Angola, justo cuando el «grupo de contacto», encabezado por Carter, estaba a punto de presentar un acuerdo para Namibia.

La similitud con el comportamiento actual de Israel es sorprendente -por ejemplo, el ataque contra Gaza en enero de 2009 y contra la flotilla de la libertad en mayo de 2010-.

Cuando Ronald Reagan tomó posesión en 1981 dio apoyo pleno a los crímenes internos de Sudáfrica y a su asesina depredación en países vecinos.

Las políticas estaban justificadas en el contexto de la guerra contra el terrorismo que Reagan había declarado al llegar a la presidencia.

En 1988, el Congreso Nacional de Nelson Mandela fue designado «uno de los grupos terroristas más notorios» (el propio Mandela sólo fue removido de la «lista de terroristas» de Washington en 2008). Sudáfrica estaba desafiante, e incluso triunfante, con sus enemigos internos aplastados y disfrutando de apoyo sólido del único Estado que importaba en el sistema global.

Poco después, la política estadunidense cambió. Muy probablemente los intereses empresariales de Estados Unidos y Sudáfrica se dieron cuenta de que estarían mejor si se ponía fin a la carga del apartheid. Y el apartheid no tardó en desplomarse.

Sudáfrica no es el único caso reciente donde la desaparición del apoyo de Estados Unidos a crímenes ha generado un progreso significativo.

¿Puede ocurrir tal cambio transformativo en Israel, abriendo el camino hacia un arreglo diplomático? Entre las barreras arraigadas están los vínculos militares y de inteligencia sumamente estrechos entre Estados Unidos e Israel.

El abierto apoyo para los crímenes de Israel proviene del mundo de los negocios. La industria estadunidense de la alta tecnología está estrechamente integrada con su contraparte israelí. Para citar sólo un ejemplo: el mayor fabricante mundial de chips, Intel, está estableciendo su unidad de producción en Israel.

Un cable estadunidense revelado por Wikileaks señala que las industrias militares Rafael en Haifa es uno de los sitios considerados vitales para los intereses de Estados Unidos debido a su producción de bombas cluster (racimo); Rafael ya había desplazado algunas operaciones a Estados Unidos para tener mejor acceso a la ayuda y mercado estadunidenses.

Hay también un poderoso grupo de cabildeo israelí, aunque, por supuesto, en ninguna forma igual al cabildeo militar y al de negocios.

También intervienen factores culturales. El sionismo cristiano precede con mucho al sionismo judío, y no está restringido a una tercera parte de la población de Estados Unidos que cree en la verdad literal de la Biblia. Cuando el general británico Edmund Allenby conquistó Jeruslén en 1917, la prensa nacional declaró que él era Ricardo Corazón de León, que finalmente había rescatado a la Tierra Santa de manos de los infieles.

Lo siguiente es que los judíos deben regresar a la tierra que les fue prometida por el Señor. Dando voz a un punto de vista común de la elite, Harold Ickes, secretario del Interior de Franklin Roosevelt, describió la colonización de Palestina como un logro «sin comparación en la historia de la raza humana».

También hay una simpatía instintiva por la sociedad de colonizador que se ve como una reproducción de la historia del propio Estados Unidos, llevando civilización a la tierras que nativos no merecedores de ellas habían usado mal -doctrinas, éstas, profundamente arraigadas en siglos de colonialismo-.

Para desbaratar este conflicto será necesario desmantelar la ilusión reinante de que Estados Unidos es «un honesto intermediador» que trata desesperadamente de reconciliar a adversarios recalcitrantes, y reconocer que las negociaciones serias serían entre Estados Unidos e Israel y el resto del mundo.

Si los centros de poder de Estados Unidos pueden ser obligados por la opinión popular a abandonar décadas de rechazo, muchas perspectivas que parecen remotas súbitamente podrían tornarse posibles.

© La Jornada

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