Patxi Zamora Periodista
Mil trescientas dieciséis víctimas de violencia
«Quienes no desean la normalización pretender entorpecer los avances con una tan falsa como despreciable apología de las denominadas víctimas», afirma Zamora, que aboga por el reconocimiento y arrope de todas las víctimas y por no repetir esquemas -de vencedores y vencidos- del pasado. Hace un exhaustivo repaso de la trágica muerte de Mikel Zabalza, de sus responsables y apologistas, y concluye defendiendo la necesidad del «recuerdo y reparación para todas las víctimas».
Nos encontramos en una etapa de cambio para normalizar las relaciones políticas entre las distintas formas de entender, pensar y actuar. Hay quienes no desean esta normalización y pretenden entorpecer los avances con una tan falsa como despreciable apología de las denominadas víctimas del terrorismo. Falsa porque su objetivo no es obtener la justa reparación y el merecido reconocimiento social e institucional de las víctimas de la violencia, sino mantener vivos sus postulados políticos. Y despreciable porque argumenta jugando con los sentimientos de quienes han sufrido, pero discriminando a priori en función de quién origina el acto violento.
Esta forma de actuar no es nueva, puesto que el franquismo ya determinó quiénes eran víctimas homenajeables, defensoras de la ley vigente, y quiénes reos responsables de intentar socavar el orden. Por eso es vital, para los ilusionantes tiempos que vienen, reconocer y arropar a todas las víctimas y no repetir la misma injusticia que seguimos arrastrando 75 años después.
Mikel Zabalza murió hace 25 años en Intxaurrondo, el cuartel de la 513 Comandancia de la Guardia Civil de Gipuzkoa, donde «se les fue de las manos» practicándole la tortura conocida como la bañera. Así lo recogía literalmente una grabación en la que el guardia civil Gómez Nieto contaba lo ocurrido al coronel Perote, jefe del CESID (ahora CNI). Ni el PSOE ni el PP han querido desclasificar la cinta en cuestión, para que pudiera ser usada en los tribunales, alegando motivos de «seguridad del Estado».
El sumario ha vuelto a cerrarse hace unos meses. Mikel no era militante de ETA. Fue detenido junto a varios familiares y su novia, que también sufrieron nueve días de torturas, para después quedar en libertad. Una vez en el cuartel de la Benemérita, Mikel desapareció durante tres semanas. Según la Guardia Civil, escapó. Se tiró a un profundo río aunque no sabía nadar. El libro de registro de entradas y salidas de Intxaurrondo, que exigió el primer juez del caso, no apareció. El cuerpo de Mikel fue hallado en el mismo lugar en el que había sido infructuosamente buscado por la Cruz Roja durante 20 días, sin rastro de mordeduras, ni roces y con la ropa intacta. De forma anónima, guardias civiles de Intxaurrondo enviaron un fax a dos periódicos catalanes denunciando la muerte por torturas del joven navarro y, «para defender la justicia y el honor del cuerpo», señalaron a unos reporteros el piso donde habían mantenido a Mikel en una bañera.
Durante las semanas en las que estuvo desaparecido, la familia acudió a «Inchar Ondo» (como denominaba el ministro Barrionuevo al acuartelamiento) para interesarse por Mikel. Allí les sugirieron que buscaran «en objetos perdidos». La mayoría de los agentes de los grupos AT (antiterroristas), comandados por el jefe de la Comandancia, el teniente coronel Rodríguez Galindo, estaban para entonces procesados por torturas, pero reinaba la impunidad en los cuartelillos (y fuera de ellos para un GAL a pleno rendimiento), mientras Urralburu, presidente de Nafarroa, y Roldán, delegado del Gobierno, invitaban a «escupir en la calle a los violentos».
Las protestas por la muerte de Mikel fueron reprimidas con saña. Varios comisarios de la Policía Nacional fueron expedientados tras conocerse que, en varios coches y armados con palos y porras, habían golpeado a personas que acudían a las masivas manifestaciones. Hubo decenas de heridos, detenidos, torturados... víctimas también de la violencia política. Mientras tanto, en Intxaurrondo la veintena de guardias al tanto de las salvajadas en el cuartel, bajo la defensa del abogado Argote (que para entonces ya había sido abogado del GAL -Gabinete de Asuntos Legales del Ministerio del Interior-), dificultaron las investigaciones y evitaron los procesamientos. Dieron la cara, previo sorteo entre ellos, un número y dos tenientes, uno de ellos Gonzalo Pérez, quien fuera ascendiendo en el cuerpo hasta llegar a altas responsabilidades. Destinado a Irak como máximo asesor del general de la Guardia Civil, murió durante la invasión en un ataque de la insurgencia iraquí.
Los principales sospechosos de las torturas fueron Felipe Bayo, un samurai según Galindo, imputado por torturas, robo a una boutique en Irún y encarcelado por la muerte de Lasa y Zabala, y Enrique Dorado, hijo del cuerpo, galardonado con más de doce condecoraciones y, a pesar de su condena (caso Lasa y Zabala), con pensión del Ministerio de Defensa. Los medios de comunicación de la época (también la prensa internacional) denunciaron la desaparición y muerte de Mikel, con la excepción del «Diario de Navarra» que pronto acusó de los enfrentamientos a la «irracionalidad de la sociedad vasca».
Al poco tiempo, la mayoría olvidaron el asunto y recuperaron su fervor por las fuerzas de seguridad y la justicia españolas. El PSOE afirmó que «la justicia actuará con firmeza». El ministro del Interior Barrionuevo habló de buenos y malos y nunca se retractó ni pidió disculpas a los familiares por los hechos (al fin y al cabo Mikel había sido detenido y días después aparecido muerto), y Pérez Rubalcaba, actual ministro del Interior y vicepresidente del Gobierno, se convirtió desde el primer instante en un gran defensor de Galindo y sus hombres. La figura del momento era Galindo, que declaró a «El País»: «Estamos solos y creíamos que el resto de España estaba orgulloso de nuestro trabajo. Esto es una guerra para salvar las libertades y los derechos de los ciudadanos, especialmente el derecho a la vida».
«Para poder avanzar, resulta imprescindible mirar hacia atrás. Alcanzar un escenario de paz no implica olvidar, sino reconocer de forma unánime el sufrimiento de las víctimas», dijo la presidenta de la cámara vasca, Arantza Quiroga, del PP, en el Día de las Víctimas. Palabras que suscribiría cualquiera, si se aplicaran a todas y no sólo a las víctimas de la violencia de ETA, 842 reconocidas oficialmente, que además del apoyo institucional que merecen, intentan condicionar la política como si de una fuerza electoral se tratase.
Nadie posee el label democrático y es cruel e inútil despreciar la condición de víctimas de esas 474 personas que han muerto por la represión desde 1960, según Euskal Memoria, víctimas de la guerra sucia, de enfrentamientos con las FSE, de la política carcelaria, de la represión en manifestaciones. De ellas, más de la mitad no tenían militancia política alguna.
Llegará el día en que ETA se disculpe públicamente por el sufrimiento generado y lo mismo deberán hacer las distintas fuerzas policiales y el propio Estado por medio de sus máximos representantes. El rey Juan Carlos, que tantas veces ha mostrado su solidaridad con las víctimas de ETA, ¿pedirá perdón por su responsabilidad como jefe de las Fuerzas Armadas, entre otras, a las familias de Zabalza, Arregi, Lasa y Zabala?
Para culminar el agravio, Felipe González, el entonces presidente del gobierno, 25 años después, sin que jamás se le haya escuchado una palabra de solidaridad o de condolencia con, por ejemplo, la familia de Mikel, ha afirmado sin rubor que «Galindo es un gran tipo», inocente. Frente a la doble vara de medir y a quienes insisten en la dinámica de vencedores y vencidos, se debería interiorizar el número fatal de 1.316 víctimas. Recuerdo, reparación y reconocimiento para todas, y que no se sume ni una más a la trágica lista.