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Julen Arzuaga | Giza Eskubideen Behatokia

¿Quién calentará el agua?

Durante las últimas décadas, el esquema «acción-reacción» hacía la función de termostato que «calentaba el agua» social y política. En un escenario en el que una de las partes renuncia a ese esquema y a la otra le resulta cada vez más difícil justificar su violencia -que se resiste a abandonar por ser «la que calienta su olla»- en base a ese esquema, Arzuaga se pregunta cuál será el revulsivo que impida «adormilarse en el agua tibia» de la indiferencia ante los problemas. Y responde inmediatamente: los programas políticos.

Una rana introducida en agua hirviendo inmediatamente, de un salto, se escapa del recipiente. Sin embargo, si la rana está en una cazuela con agua a temperatura ambiente, al colocarse al fuego lento, se caldea el agua, pero el batracio no reacciona. Aumentan paulatinamente los grados y ella, aún molesta, cree todavía poder acomodarse a esa circunstancia. Perdida toda capacidad de rebelarse, cuando la temperatura es ya demasiado alta, la rana que no puede saltar muere escaldada.

Trayendo la alegoría a nuestro contexto político, no hemos conocido otra circunstancia política que la del agua hirviendo a borbotones. De la que saltamos con facilidad. La situación se ha mantenido invariable en los últimos -al menos- 50 años, con la conocida espiral de violencia «acción-represión» o viceversa. Sólo la visión subjetiva del observador puede determinar qué fue antes, el huevo o la gallina. Ante la pregunta ¿quién calentaba el agua?, algunos no tendrán duda en decir que lo hacía única y exclusivamente la acción de ETA. Otros considerarían, con criterio, que la imposición y la represión eran quienes caldeaban el ambiente, lo cual generaba una doble reacción: el agravio popular y la lucha armada. Dos puntos de vista. Quienes eran repelidos por el incandescente puchero, encontraban en los efectos de la violencia, de uno u otro signo, su primera razón para reaccionar.

El símbolo de la rana nos muestra otra actitud: la de la indiferencia suicida que conduce a que acabes cocido en el propio jugo de los acontecimientos. Ciertas posiciones políticas han basado su acción en abstraerse de los problemas o en negar implicarse en su resolución. Se han acomodado en el agua, cuando todavía era tibia. Han intentando que ésta no suba excesivamente de temperatura y, sin cuestionar absolutamente nada, han pretendido adecuarse, acostumbrarse a lo que venga. Son esas posiciones epelas -nunca mejor traído- las que, en un futuro próximo en el que se deben mirar los problemas a los ojos, tienen las horas contadas.

Porque hoy la respuesta a ¿quién calienta el agua? es diferente con respecto a ese pasado reciente. El paradigma ha cambiado de raíz. Al haber tomado una de las partes la decisión de parar el fuego, es la otra quien predica en solitario a todos los vientos que no rebajará la candela, actuando en consecuencia. Los ejemplos están sobre la mesa, por lo que no entraré en ellos. Simplemente permítaseme apuntar un sentimiento personal de indignación sin límites, derivado de la relación personal con algunas víctimas de las últimas detenciones arbitrarias y las torturas que las han acompañado. Hechos que hacen que me hierva la sangre.

Veamos, entonces, las razones que podrían esgrimir esos que, a la antigua usanza, pretenden todavía poner al máximo el termostato del agua política. La estrategia criminológica -no confundir con criminal- y penitenciaria española ante hechos de motivación política se ha ido estableciendo a fuerza de «calentones». La cantidad de castigo se sostenía en la «alarma social», es decir, la supuesta ansiedad, miedo, hartazgo que ciertos hechos generarían en la población. Un sentimiento insuflado por los medios de (in)comunicación y reinterpretado por el Gobierno y la judicatura como un emplazamiento popular a que impongan castigo ejemplar. Es lo que se ha llamado «populismo punitivo», es decir, el endurecimiento de la respuesta represiva debido a la presunta petición popular de más leña. Presunta porque esa demanda es difícilmente cuantificable. Pero sostén suficiente para justificar más detenciones, una mayor extensión de la incomunicación y práctica de la tortura, el sistemático ingreso en prisión preventiva, la relajación de garantías en el juicio, la dilatación de penas, la obstaculización de acceso a la libertad...

Sin embargo, en la nueva situación abierta, les es cada vez más difícil recurrir a esa «alarma» que caliente el clímax político, ya que cada vez es más retorcido vincular a los detenidos con acciones que pudieran reactivar la indignación popular que pide más palo. No es una cuestión retórica, ellos mismos lo reconocen: el último Euskobarómetro -noviembre de 2010- llega a la conclusión de que «la preocupación por la violencia queda relegada a mínimos históricos». Cierto que esta conclusión se apunta para dar lustre y eficacia a la política de «deslegitimación» del terrorismo que PSE y PP implementan magistralmente. Pero sin entrar ahora a los intereses que persigue la encuesta, la posible ambivalencia de la pregunta, o las dioptrías con que elaboran el posterior análisis, la contradicción que desprende es estruendosa: cuando menos preocupación social existe por la violencia -de ETA, se entiende- más intensamente se excita la estrategia violenta del Estado. Sin aliento social, el aparato estatal se lanza a la carrera en solitario. A la espera de los resultados de un nuevo estudio en una situación en que una de las partes se ha retirado de la pugna militar, ¿qué argumentos ofrecerá el inefable Sr. Llera a quienes invocaban la «alarma social» para sostener sus tropelías?

Identificada la tacha de legitimación para ejercer su violencia, la cuestión por dilucidar, siguiendo con la metáfora, es ¿quién -o qué- calentará el agua en un futuro próximo? Por supuesto que se mantienen elementos de agravio que todavía mantienen la olla al rojo, sobre todo los referentes a los efectos humanos de este conflicto: la carga simbólica de las víctimas de ETA para unos, y la de las víctimas del terrorismo de estado y los presos políticos para otros. Pero, si se consensuara un calendario de reparación de estos aspectos, ¿cuál será el revulsivo que impulse a la sociedad? ¿Qué removerá nuestros sentidos y pasiones para que no nos adormilemos en agua tibia? Es evidente: los programas políticos.

El programa político que ofrece un sector de los dos en conflicto no parece contar con elementos de enganche que permitan a su base social -la hasta ahora alarmada- mantener la adhesión a ultranza. Un proyecto altamente autoritario en lo político, corrupto en lo económico, incoherente en lo ideológico, indigente en lo cultural, simbólico, estético... no resulta atractivo. No es que lo diga yo. Es que el Euskobarómetro de Paco Llera nuevamente nos ilustra: «se mantiene el desacuerdo mayoritario con el pacto PSE-EE/PP», «sigue siendo visto con desconfianza para resolver los problemas de país», «suspenso para la gestión del Gobierno Vasco y las Diputaciones Forales».

Con ese panorama y desde el otro lado de la oferta política, se presenta una nueva acción decidida y potente que aspira a abrir las cerraduras del problema y despejar el camino a las aspiraciones políticas que se mantenían encerradas. Ante esa capacidad de concitar adhesión, de generar sinergias positivas, de movilización y activismo, el proyecto adversario siente un vértigo: que el nuevo contexto político le genere tanta desafección, pasividad, inercia en su base social, que le lleve irremisiblemente a consumirse a fuego lento. Por eso prefieren, aún sin legitimación, seguir trayendo maderos con que calentar su olla. ¿Y qué calentará, por contra, el agua de nuestro puchero? Hagamos astillas del viejo orden que animen nuevas lumbres.

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