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A la luz de la genealogía

Josu MONTERO Escritor y crítico

La llegada del cine sonoro reconvirtió un arte de sombras -el cine mudo- en el teatro del siglo XX. Si esto no es cierto, ¿puede saberse a qué se debe el cambio del teatro? El abandono progresivo del teatro de autor, de actor, de personajes, por el teatro de director, de escenógrafo, por un teatro, en suma, abstracto, donde el texto pasa a ser el pretexto?». Son palabras de Fernando Trueba en su «Diccionario de Cine» (Ediciones Plot). Según Trueba, así como la irrupción de la fotografía liberó a la pintura de su función representativa, empujándola hacia otros horizontes creativos, el cine habría hecho lo propio con el teatro. Jean Renoir, por ejemplo, consideraba que, si Shakespeare o Molière hubiesen vivido en el siglo XX, habrían hecho cine.

Sin embargo, en su libro «Ojo y medio» (Ediciones meettok), Harkaitz Cano estima que la llegada del cine sonoro cortó la vinculación que hasta ese momento sí había existido entre cine y teatro, y lo matrimonió per saecula saeculorum con la novela decimonónica. Las limitaciones técnicas iniciales y la búsqueda de tutelaje provocaron ese primer vínculo cine/teatro: la cámara fija venía a ser el ojo del espectador en su butaca; los personajes, incluso, solían ingresar en la pantalla por un lado, y la abandonaban después por el otro.

La llegada del sonoro cortó este rumbo -y otros interesantes caminos-, y oficializó el acercamiento del cine a la novela. Cano señala a Griffith con «El nacimiento de una nación» (1915) como el punto de partida de este patrón novelesco; el propio Griffith reivindicaba el amparo de Dickens. Inmediatamente llegarán Einsenstein y Murnau -pura vanguardia europea-: planos, secuencias, montaje, movimiento de cámara, profundidad de campo...Y luego, claro, el sonoro, o sea, las palabras. Mecanismos con un claro paralelo en la técnica novelística. Años más tarde, Hitchcock afirmó que un dramaturgo contaba con ventaja sobre un novelista para convertirse en guionista cinematográfico: estaba acostumbrado a encadenar paroxismos sucesivos para atrapar la atención del espectador.

Harkaitz Cano señala el surrealismo como uno de los momentos de máxima comunión entre cine y literatura; sin duda, pero aquí el guía del cine no es la novela sino la poesía. De hecho, a partir de aquí la poesía funciona como subterráneo motor de mucho de ese cine que se separa de la línea ortodoxa narrativa. Y no sólo del cine. Porque, si el cine contribuyó a liberar al teatro de las palabras, ese espacio fue ocupado en gran medida por la poesía. El teatro dejó de ser exclusivamente de autor y de personajes, para pasar a serlo de director y de actores. De ello da documentada cuenta Borja Ruiz en «El arte del actor en el siglo XX. Un recorrido teórico y práctico por las vanguardias» (Artezblai).

Precisamente el último montaje de Kabia, la compañía que él dirige, acaba de obtener el Premio Ercilla al Mejor Espectáculo Teatral Vasco de 2010. «Decir lluvia y que llueva» parte de los textos de un poeta, Joseba Sarrionandia. Ojalá este premio obre el milagro y los programadores de nuestros teatros se den por enterados. Y hoy en el Euskalduna de Bilbo y dentro del Festival Dantzaldia actúa el bailarín y coreógrafo sevillano Israel Galván, autor ya hace años de aquel extraordinario montaje de la obra de otro poeta: «La metamorfosis», insólito cruce de expresionismo y flamenco.

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