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PÚBLICO.ES. Gerardo Pisarello y Jaume Asens 2007/2/18

Una agenda para la paz

(...) No se está, pues, ante un acceso súbito de virtuosismo. El alto el fuego «permanente, general y verificable» de ETA no hubiera sido posible sin la Declaración de Bruselas impulsada por Brian Currin. Tampoco la apuesta de la izquierda abertzale puede reducirse a un simple episodio coyuntural. Tiene su origen en Declaraciones y Acuerdos como los de Anoeta (2004), Alsasua (2009) o Guernica (2010). Y es el resultado de un proceso largo, que incluye un profundo debate interno y externo con una pluralidad de organizaciones sociales y sindicales. Desde esta perspectiva, los estatutos de Sortu no deberían sorprender tanto. Reflejan, sí, una revisión radical de la propia cultura política. Pero es una decisión meditada, hija también de la necesidad de dar a una política de excepción una respuesta igualmente excepcional. (...)

En 2007, el Tribunal Supremo estableció que para que un nuevo partido abertzale no fuera considerado «continuación de otros ilegales» debía exhibir «una actitud de condena o rechazo del terrorismo». El criterio es discutible. Lo innegable es que los estatutos de Sortu se ajustan escrupulosamente a él. Desconocerlo supondría poner en entredicho el alcance del principio democrático y del pluralismo político. Ciertamente, se podría haber ido más allá en el reconocimiento específico de las víctimas de ETA. Pero esto es una exigencia moral, no jurídica, cuya concreción también depende de la existencia de vías políticas que la faciliten.

En rigor, la iniciativa abertzale es lo suficientemente valiente como para emplazar a los poderes públicos a dar sus propios pasos. En una dirección clara: desmontar las medidas de excepcionalidad -muchas de ellas condenadas por la ONU y otras instancias internacionales- que han limitado el ejercicio de derechos de parte de la ciudadanía vasca. Para ello sería imprescindible que se abandonaran interpretaciones judiciales alambicadas utilizadas para evitar la resocialización de los presos, como la llamada doctrina Parot, o para impedir de manera arbitraria la libertad provisional de actores centrales en el proceso de paz como Arnaldo Otegi. En el ámbito penitenciario debería ponerse fin a una política de dispersión de presos que, además de discriminatoria, ha acabado por criminalizar a los propios familiares. En el ámbito legislativo, por fin, sería fundamental preparar una agenda para el diálogo que incluyera la recuperación de la legislación ordinaria en derechos como los de asociación, participación política o libertad de expresión.

Nada de esto puede conseguirse de la noche a la mañana. Sería imperdonable, empero, que los cálculos electorales de corto plazo o la falta de coraje político acabaran por frustrar la oportunidad de dejar atrás una situación de anomalía que se ha vuelto intolerable, no sólo para la izquierda abertzale, sino para muchos ciudadanos del resto del Estado. Y es que con ello no sólo se pondría en riesgo la consecución de la paz en Euskadi. También se daría carta de naturalidad a una excepcionalidad que, a la larga, sólo puede emponzoñar la vida política y social general, socavando los fundamentos sobre los que asegura sostenerse el Estado de derecho.

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