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REVUELTAS EN EL MUND ÁRABE

El «in crescendo» árabe pone los pelos de punta a Estados Unidos

La aparente tranquilidad con la que EEUU ha capeado la revueltas populares en Túnez y Egipto -donde forzó un autogolpe- empieza a tornarse en nerviosismo con la extensión de las protestas a los regímenes corruptos de la Península Arábiga, sus aliados. La revolución tunecina era, en perspectiva, para EEUU el menor de los problemas. La de Egipto, la «madre» de los países árabes, fue una dura prueba para Obama. La revuelta en curso en Yemen puede suponer un duro golpe para la «guerra» del Pentágono contra el islamismo armado en versión Al-Qaeda. Y la de Bahrein, sede de la V Flota, ha encendido todas las luces rojas en el Pentágono.

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Dabid LAZKANOITURBURU

Barack Obama está viviendo una dura prueba. Los regímenes árabes aliados históricamente de Washington están afrontando, en un efecto dominó, la ira de sus respectivas poblaciones. Y el inquilino de la Casa Blanca mantiene un difícil equilibrio entre sus apelaciones al respeto a la protesta pacífica y las necesidades e inquietudes geoestratégicas y/o militares de EEUU en una de las zonas más calientes del mundo.

Qué lejos queda el histórico discurso del presidente Obama al mundo musulmán desde la Universidad Al-Zahar de El Cairo. Con aquel llamamiento a la conciliación con el mundo musulmán, el entonces nuevo presidente de EEUU marcaba distancias respecto a la política de su predecesor, George W. Bush, quien de la mano del movimiento neoconservador, justificó sus aventuras bélicas con un discurso democratizador de doble rasero: le permitió invadir Afganistán e Irak y mantener sus buenas relaciones con las satrapías en las que está dividido históricamente el mundo árabe.

Obama apostó por mantener esa estrategia de comprensión y colaboración con los dictadores amigos, incluyendo, bien es cierto, ciertas dosis de crítica (en el caso de las elecciones parlamentarias de Egipto de finales del pasado año) y de llamamientos a la apertura controlada de esos regímenes.

En esas estaba la Casa Blanca cuando estalló la revolución de terciopelo en Túnez. Sin duda debido a una mezcla entre las convicciones propias y el hecho de que la revuelta en el pequeño país norteafricano no apelaba directamente a los intereses estadounidenses -sí por el contrario, a los europeos y, más concretamente a los franceses-, Obama capeó con dignidad la tempestad y dejó en absoluta evidencia a una Unión Europea noqueada al ver como su «amigo» Ben Ali era apeado del poder.

Pero Túnez era «pecata minuta» comparado con Egipto, el país árabe más poblado del mundo y uno de los puntales, junto con Arabia Saudí y las otras monarquías del Golfo, del status quo occidental e israelí en Oriente Medio. Y ahí la Administración Obama comenzó a chirriar.

Así, mientras el presidente trataba de mantener un discurso coherente -otra cosa eran, y son, las gestiones entre bambalinas-, su otrora rival al liderazgo demócrata y furibunda prosionista, la secretaria de Estado Hillary Clinton, alababa al raïs egipcio, Hosni Mubarak, como «un buen gobernante» y un «buen amigo».

El enviado de Washington a Egipto, Frank Wisner, alimentó el fuego al asegurar que Mubarak era imprescindible para la transición democrática. Todo ello mientras cientos de egipcios caían abatidos bajo la represión del régimen.

El desenlace de la revolución egipcia, anunciado además con 24 horas de antelación por la CIA en una comparecencia en el Congreso, y la huida del derrocado dictador evidencia que el presidente estadounidense zanjó de un plumazo la crisis interna forzando, con la cúpula del Ejército egipcio, un autogolpe cuyo objetivo último es simular un cambio para que nada cambie.

La nueva era abierta en Egipto no está exenta de riesgos para Washington. Y el futuro del acuerdo de paz egipcio-israelí, en definitiva la cuestión palestina, no es el menor de ellos. A la incógnita de conocer el peso real y la posición de los -para la CIA- herméticos Hermanos Musulmanes, EEUU intenta pilotar un periódo de transición controlado por el Ejército, concretamente por el mariscal Mohamed Tantawi -hasta ahora mano derecha de Hosni Mubarak-. No hay que olvidar que Washington ha apadrinado hasta ahora con 1.300 millones de dólares anuales a la Armada egipcia.

La Administración estadounidense ha evocado estos días los modelos de transición de Indonesia -que Barack Obama conoce prácticamente de primera mano, pues pasó su infancia en el país musulmán- , de Filipinas, Corea del Sur e incluso del Chile de Pinochet. Escaso consuelo, en todo caso, para los que lograron hacer huir al dictador y siguen exigiendo en la calle cambios reales, políticos, sociales y económicos.

Con el frente egipcio momentáneamente semicerrado, Obama se permitió el lujo de presentar su transición como modelo al que contrapuso el ejemplo iraní. Ese llamamiento coincidió con un repunte de las protestas opositoras en Teherán, que el inquilino de la Casa Blanca no dudó en espolear.

Pero hete ahí que era Bahréin, uno de los regímenes del Golfo más declaradamente antipersas. Tampoco es extraño, habida cuenta de que el régimen monárquico se ha cimentado en la discriminación de la mayoritaria población chií, que precisamente comparte credo con la iraní.

Y en Bahrein, la calle árabe ha tocado hueso. No en vano este pequeño país alberga la V Flota estadounidense, vital en las campañas bélicas de Washington contra Irak y Afganistán y punta de lanza contra Irán.

La como poco parca reacción de EEUU a la revuelta en Bahrein recuerda la registrada en Washington en torno a Yemen, otro de los puntos calientes de la protesta. En este último caso se explica porque el régimen de Sana'a se ha convertido en uno de los actores subalternos en la difusa lucha que sostiene EEUU contra esa nebulosa yihadista que Occidente resume en la demoniaca marca de Al-Qaeda.

Pero si lo de Yemen son palabras mayores, la expansión de la revuelta de Bahrein al resto de las monarquías petrolífera del Golfo -no digamos nada de Arabia Saudí- supondría la puesta en riesgo de la arquitectura en red de las instalaciones militares que mantiene EEUU en la Península Arábiga con la connivencia de esos regímenes corruptos y frente a frente con Irán.

Eso si que serían palabras mayores. Para Clinton, para Obama y, no se olvide, para Israel, que podría en ese contexto dar el salto definitivo hacia una conflagración abierta, con ayuda occidental explícita o implícita, contra su gran rival regional: el país persa.

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