GARA > Idatzia > Iritzia> Gaurkoa

Floren Aoiz Escritor

¿Fracasó el autogolpe de febrero de 1981?

Aunque haya quien espere una respuesta unívoca a esta pregunta, yo voy a dar dos, aparentemente contradictorias, pero que a mi juicio no lo son. En mi opinión, el autogolpe del 23 de febrero de 1981 fue, para sus promotores, un éxito, pero analizado desde el punto de vista de sus consecuencias a largo plazo, ha terminado por convertirse en un fracaso.

Uno, la historia de un éxito: Se ha vendido la historia del 23-F como un golpe ultraderechista fallido, cuando lo cierto es que se trataba de una operación del propio Estado para reconducir el rumbo de la transición.

Aunque el plan del autogolpe era otro, los responsables de la operación supieron gestionar el desastre provocado por el rechazo de Tejero a una salida que permitiera conformar rápidamente un gobierno de concentración. Este golpe es una ruina, pudieron decir, pero prefirieron hacer de la necesidad virtud y no les fue nada mal. Algunos de los protagonistas no pudieron eludir las consecuencias, que nada tuvieron que ver con lo que ha sufrido cualquier joven vasco acusado, por ejemplo, de quemar un cajero automático, pero los que llevaban las riendas salieron de aquello, como suele ocurrir en estos casos, impunes.

Se produjo el shock considerado necesario para imponer la reforma de la reforma y los objetivos principales de la operación se cumplieron de un modo inesperado, pero no por ello menos eficaz, con la ventaja de que Juan Carlos Borbón aparecía como responsable del triunfo de la democracia sobre los golpistas en lugar de como protagonista de la operación.

El golpe aparentemente fallido tuvo éxito porque Suárez quedó neutralizado, se generó un clima de miedo y no tardaron en llevarse a la práctica las recomendaciones de la agenda preconizada por sus impulsores.

Esta agenda incluía, significativamente, reconversiones industriales, privatizaciones y recortes sociales, la entrada en la OTAN, el desarrollo de la guerra sucia, mayor capacidad de acción para la maquinaria represiva y una involución en materia de modelo de estado, que iría mucho más allá de la famosa LOAPA e incluiría mayores exigencias al PNV y un nuevo cierre en falso de la «cuestión navarra» mediante el cambio de postura del PSOE de Urralburu y Arbeloa.

Las consecuencias del golpe han marcado la evolución de la política en el Estado español en estos treinta años. Consecuencia de aquello son, por ejemplo, los GAL, la estrategia de criminalización del independentismo, desde los pactos «antiterroristas» hasta la Ley de Partidos, o la operación para convertir el recuerdo a las personas que han sufrido ataques por parte de ETA en un recurso para la justificación de las posiciones del estado.

La mayor parte de las fuerzas políticas se plegó a las exigencias que asomaban tras el autogolpe. Es más, recurrieron a la amenaza golpista para justificar sus claudicaciones, desde el apoyo a medidas antisociales hasta la renuncia a la defensa de ciertos objetivos políticos «para no dar alas al terrorismo».

Una de las claves del autogolpe fue la voluntad de marcar los límites del Estado de las autonomías. A partir de entonces iba a predominar el inmovilismo, y el progresivo protagonismo del «antiterrorismo» implicaría la satanización del debate sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos. La trayectoria del PNV, que ahora pretende interpretar las iniciativas de la izquierda abertzale como el reconocimiento de la correción de las posiciones jeltzales ante la reforma, ilustra perfectamente el impresionante efecto del autogolpe. Habrían de pasar muchos años y mediar el fracaso del modelo estatutario para que este partido osara acercarse a las rayas rojas marcadas en febrero de 1981.

A nadie se le escapa que aquel autogolpe tuvo mucho que ver con Euskal Herria. En primer lugar porque la situación vasca estaba en el origen de la crisis de estado y fue usada como justificación de la operación, tanto antes como después, de ésta. Valga como ejemplo esta nota de finales de febrero de 1981 sobre el estado de ánimo en una unidad militar española:

«Se piensa que los motivos que han producido esta acción son innumerables y están en la mente de todos, pudiéndose resumir fundamentalmente en la pasividad de las Autoridades ante hechos como las permanentes acciones terroristas, asesinatos y secuestros, los sucesos vergonzosos ocurridos en la visita de SS.MM. a Vascongadas, las manifestaciones en las que se dan gritos de independencia y vivas a la ETA, las acusaciones gratuitas contra las Fuerzas de Seguridad, los ultrajes a la Bandera, etc. etc. (...)»

Pero sobre todo fueron las consecuencias del golpe las que tuvieron repercusión directa en Euskal Herria. No tardó en comprobarse que la liquidación del independentismo vasco iba a ser prioridad del Estado y que éste no iba a autolimitarse en este desafío.

A las nuevas medidas restrictivas de las libertades se unió en mayo de ese mismo año el famoso «caso Almería», un adelanto de la apuesta por «acabar de una vez por todas con el terrorismo» tan cacareada antes y después del autogolpe.

Es más, como quiera que, en lugar de depurar todas las responsabilidades y desmontar la argumentación en la que se sustentaba el autogolpe, se dio por buena la necesidad de un golpe de timón, en lugar de cerrar el camino a las estrategias fácticas para condicionar la vida política, se avalaron. Y así, el mecanismo se consolidó. Es más, se blindaron las cloacas del Estado y se impulsaron las tramas de servicios secretos, agentes policiales y políticos que tanto que hablar han dado desde entonces.

Ydos, la crónica de un fracaso. Pese a que el golpe de timón cambió el rumbo de la nave, tal y como pretendían quienes lo dirigieron y avalaron, 30 años después, el buque sigue sin llegar a buen puerto. Si en 1981 se percibía la situación como la antesala del naufragio, y de hecho fueron muy recurrentes las metáforas de ese tenor, no es casualidad que en la actualidad se recupere o recree esa impresión.

El autogolpe no superó el divorcio entre la realidad plurinacional del Estado y el marco legal. El agotamiento del modelo de estado de las autonomías, el crecimiento del independentismo en Euskal Herria y Catalunya y la incapacidad del nacionalismo español de ofrecer respuestas estratégicas capaces de generar nuevas adhesiones demuestran que la agenda post 23-F, pese a haber dispuesto de treinta años para llevarse a la práctica, ha sido incapaz de resolver los problemas estructurales del estado.

Los recortes sociales que sucedieron al autogolpe han sido superados por otros mucho más drásticos, pese a que entre unos y otros transcurrieron etapas en las que los dirigentes españoles se vieron a sí mismos en la primera línea internacional. Tras el estallido de la burbuja y el fin del espejismo del crecimiento milagroso, la economía del Estado hace aguas otra vez y la crisis no es coyuntural.

En este panorama, y mientras algunos recrean contra Rodríguez Zapatero la operación de acoso y derribo contra Suárez que precedió al 23-F, los pasos dados por la izquierda abertzale han descolocado al Estado en un momento especialmente delicado. Esto explica que en lugar de felicitarse por el paso unilateral de ETA, lo haya interpretado como una agresión y haya respondido en términos represivos.

Treinta años después, el estado español se enfrenta a sus viejos fantasmas y se resiste a sustituir el «antiterrorismo» con el que ha disfrazado su inmovilismo y desnaturalizado el conflicto político de fondo. Hace tiempo que no puede recurrir a la amenaza golpista y cada vez le va a resultar más difícil negarse a asumir cambios en el modelo de estado, aunque hoy por hoy la respuesta a esta grave situación sea un fortalecimiento de las tesis más reaccionarias.

El 23-F no se hizo para que tanto tiempo después los problemas a los que supuestamente respondía constituyeran un desafío mucho mayor. Fue una salida en falso a una crisis de estado que hoy siguen sin poder superar.

Imprimatu 
Gehitu artikuloa: Delicious Zabaldu
Igo