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Pablo CABEZA Periodista

El futuro, qué futuro

A nadie con una pizca de sensibilidad le debiera convencer cómo está la escena musical. Uno duda sobre la ética de las descargas de archivos, pero también duda de que exista una ética buena, pues, después de todo, las reglas morales, nuestros principios, se componen, generalmente, de prejuicios arrastrados desde lo aprehendido en nuestros primeros días de consciencia en casa, en la calle y en la escuela. Pocas veces revisamos el ideario, porque creemos que lo que hemos almacenado es lo correcto y por eso pasó a nuestro baúl. Lo malo de todo esto es que cada uno es su yo y sus circunstancias, a veces perversas; que el mundo y el pensamiento son inevitablemente dinámicos, por lo que sólo una excelente puesta al día de todos los razonamientos, con sus reflexiones regeneradas bajo todos los puntos de vista, propios y ajenos, pueden ofrecer conclusiones próximas a la verdad, a la buena ética.

Las descargas han cambiado el mundo de la música y ya está hecho. El oyente ha intercambiado enormes cantidades de canciones, por lo que debiera de haber adquirido más cultura. Sin embargo, la mayoría sigue embruteciendo sus gustos, como ocurre asimismo con el cine. ¿Dónde está el truco? ¿Dónde está la perversión? Si internet posee tanto poder, si ciertas webs de buena música no admiten más socios por saturación, si una banderita roja y gualda indica que ese país (ese extraño país unido por un caprichoso dibujante) es de los primeros de la lista en descargas, dónde están sus usuarios, por qué no se rebelan contra tanta radio y televisión -en mucha menor medida, la prensa escrita-, tan zafias, tan ramplonas, tan ordinarias. Tan deleznables. Mira, quizá sea porque tienen sus propias líneas de escucha: las descargas, Spotify, los blogspot, iTunes, los intercambios...

La mayoría de las generaciones han mirado a los años cincuenta, sesenta, setenta, ochenta y noventa en busca de señas de identidad musicales, han hurgado con inquietud en cada año, buscando canciones y artistas, aprendiendo y prolongando la belleza de tanta canción redonda, sea melódica o tan ruda como la lengua de un rumiante.

Bajo estas circunstancias, lo terrible es que los jóvenes están creciendo con la cultura de la radio y televisión actual, la de los tonos de teléfono de escalofrío, sucumbiendo ante una composición banal. Son aquellos que buscan en internet la parida, el vídeo cutre, la canción de una estrofa mal argumentada y el exceso. Exceso en vulgaridad, maquillaje, vestimenta, escritura, habladurías...

Si este presente se convierte en el único referente del futuro y así sucesivamente, en qué quedará la música, quién defenderá la validez del otro pasado. Hoy, nadie echa la vista a los años treinta o cuarenta. ¿Llegará a pasar lo mismo con las décadas siguientes? ¿Estaremos sufriendo el cambio climático musical? ¿Nos aguarda el pavor, el hielo y la apocalipsis?

Que el dios de la buena ética despierte rápido y cruel o me vuelvo a la cama, para siempre.