Mertxe AIZPURUA | Periodista
Errantes
Hasta hace unos días conservaba la palabra errante en el cajón donde guardo las cosas absolutamente necesarias. Justo al lado del pasaporte y del latido del corazón. Errante es una palabra sólida, hermosa y versátil. Versátil porque a la vez que evoca territorios imaginarios de estrellas y veleros fantasma, sirve también para esbozar una sonrisa al descubrir que otro calcetín se ha colado por el mundo paralelo de la casa, allá donde habitan los errantes desparejados. Así ha sido hasta que un amigo la utilizó recientemente asociada al término control. Desde entonces no consigo apartar de mí un inquietante desasosiego. Control de errantes, dijo. Se refería a los dispositivos electrónicos de vigilancia en geriátricos y siquiátricos. Seguí atenta a la conversación y me alivió saber que la tecnología no consigue cubrir todos los flancos; que siempre se dan fugas. Curiosamente, dijo al fin, el sistema más eficaz es colocar una parada de autobús falsa junto a la salida de la residencia. Los errantes se quedan allí, y esperan.
A veces basta una asociación de términos para usurpar la identidad mágica a las palabras y descubrir que tal vez todos, dentro y fuera, nos parecemos más de lo que suponemos. Aunque nos creemos libres, no somos más que una sucesión de actos repetidos a diario: café y tostadora, buenos días y ducha, pantalón o vestido, zapatos o botas, paraguas si llueve, al trabajo en rumbo automático, ordenador en marcha, fuera el correo basura, escribir, volver a casa, dos giros a la llave, la cena, programar el despertador, dormir... y volver a empezar. Me pregunto dónde estará mi parada falsa. La nuestra, la de los errantes disciplinados.