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Elena Martinez Rubio Doctora en Filosofía

Primitivos pobladores de Algovia

Nos da cuenta Elena Martinez Rubio de los primeros habitantes de Algovia (Suavia, Baviera), de leyendas que hablan de «hombrecillos y mujeres silvestres» que no se tratan de duendes ni de gnomos fantásticos. Relatos que tienen un extraño final, probablemente para expresar el triste destino, la definitiva desaparición como pueblo de «aquellos personajes que caminaban sólo a saltos, de piedra en piedra, de raíz en raíz». Narra la representación de la «danza del hombrecillo salvaje» de Oberstdorf, donde el apego al recuerdo es mayor. Y, concluye que se les hace el honor de «ser recordados con respeto».

No se sabe mucho de los primitivos pobladores de Algovia (Suabia, Baviera). Debieron de ir extinguiéndose poco a poco cuando comenzaron a llegar, del norte y del oeste, los alamanes en la Alta Edad Media, arrinconándolos hacia terrenos cada vez más escabrosos, espesuras cada vez más impenetrables, barrancos cada vez más alejados. ¿Quiénes eran? ¿Qué lengua hablaban? ¿Tenían que ver con los réticos afincados en los Alpes, emparentados acaso con los etruscos, desplazados a su vez por invasiones de celtas e ilirios?

También cuando nosotros ya no estemos continuarán sonando los relojes en las estanterías de las habitaciones, seguirá igualmente la sangre haciendo su camino por las venas de otros, nevará sobre las campas silenciosas, en las selvas compactas, sobre las peñas remotas. Y luego, se precipitarán los aludes y las rocas, el agua cruzará las laderas de las montañas hasta arrollar los últimos refugios. Se habrá acabado una era, faltará su luz. Se borrarán las huellas. Mas no del todo. Por un tiempo aún se escucharán los pasos de unos pies huidos, llantos de los antepasados, latidos de los cuerpos emigrados.

Los descendientes de quienes -tal vez lentamente, sin guerras- invadieron prados y montes de aquellos habitantes primeros de Algovia, siguen teniendo algo que decirnos sobre ellos. Así, sus leyendas hablan de «hombrecillos y mujeres silvestres». No se trata de duendes ni de gnomos fantásticos. El «salvaje» podría ser, como ocurre con frecuencia en otros muchos sitios, el antepasado mítico, nuestro origen entre temible y añorado, presente habitualmente en carnavales y otras celebraciones.

Sin embargo, existen indicios de que aquí nos encontramos ante personajes más cercanos y reales, cuya cultura quizá convivió todavía siglos con la nueva. Los «salvajes», lejos de ser hostiles eran, al parecer, de buen corazón, ingenuos, aunque muy esquivos y tímidos. De pequeña estatura y cabellos oscuros, al menos desde el punto de vista de los germanos que nos lo cuentan, ellos mismos altos y rubios por lo general. Caminaban de un modo peculiar, sólo a saltos, de piedra en piedra, de raíz en raíz -lo que, por otra parte, es natural en quien se ve obligado o está acostumbrado a andar monte a través-. Tan pronto asomaban la cabeza detrás de un árbol, como se esfumaban y reaparecían inesperadamente en otro, o se escondían en cuevas y guaridas de las alturas, donde cuidaban de los ciervos.

Se los describe asimismo bajando al valle y trabajando para los nuevos colonos con una resistencia sobrenatural, realizando prodigios de fuerza, ofreciendo su sabiduría especial sobre plantas y hierbas, su conocimiento superior del medio y sus predicciones del tiempo, por desgracia, no siempre tenidas en cuenta... A veces incluso se enamoran y se casan en la aldea, pero viviendo sujetos a determinados tabús, por ejemplo, que su nombre jamás sea pronunciado. ¿El sonido inquietante de una lengua desconocida, completamente distinta, incomprensible?

Los relatos sobre aquellos personajes del bosque suelen tener un extraño final que, probablemente, es una manera de expresar su triste destino, su definitiva desaparición como pueblo: llegado un momento de la narración, unas voces, un aviso, una llamada de no se sabe dónde, dan parte de la muerte de un pariente cercano. Y el hombrecillo que ayudaba al campesino y cuidaba del rebaño, o la mujercita que faenaba en el hogar de otros, salen corriendo o volando, sin que medie palabra, para no regresar nunca más. En ocasiones se transforman en un ave u otro animal, es decir, regresan a la naturaleza, mueren para la sociedad humana.

Hay en Algovia un lugar donde, por algún motivo, el apego a su recuerdo es mayor: la pequeña población de Oberstdorf, donde se representa periódicamente y desde épocas ancestrales una pieza, la llamada «danza del hombrecillo salvaje». En alemán, «Der Wilde-Männdles-Tanz». Aunque esta tradición ha estado a punto de perderse y sin duda ha sufrido muchos cambios, y a pesar de que también en Oberstdorf la Inquisición persiguió en su día a supuestos brujas y brujos, la representación rinde obstinadamente homenaje a los anteriores pobladores, conteniendo elementos de culto pagano -no germano- a una antigua divinidad.

Los que toman parte en esta actuación, (doce más uno que encarna al bosque), no deben en ningún momento dar pasos regulares, sino imitar gestos, movimientos y brincos, con los que exploran y otean sigilosamente a su alrededor, antes de asomar y mostrarse por entero. Luego bailan y hacen diversas figuras, forman pirámides, se ponen cabeza abajo, escenifican con sus cuerpos campanas, ahuyentadoras de los malos espíritus... que el cristianismo no inventó, sino que tomó de las esquilas y cencerros llegadas desde Oriente en épocas remotas.

La vestimenta de los danzantes trae a la memoria la perfección técnica, a base de vegetales, que tenían los vestidos de la momia de Ötz hace cinco mil años, encontrada bajo el hielo no tan lejos de allí, en el Tirol.

No es en absoluto casual: está hecha de un liquen que crece entre los mil doscientos y mil ochocientos metros y tiene propiedades curativas contra el reuma y la fiebre. Cubre todo el cuerpo, dejando únicamente los ojos al descubierto. En la cabeza llevan una corona de acebo, símbolo similar al del muérdago, el cual protege del rayo y la tormenta si es colocado en un punto alto; y en la cintura, un cinturón de pinochas y ramitas que purifica el aire a los enfermos de asma. En la mano, los bastones con los que ejecutan una de las diecisiete partes del baile, y un cuenco de madera con el que brindan.

El cuerno -antaño además tambores y flautas de madera-, los cantos del coro y, actualmente, instrumentos de metal, marcan el ritmo y el transcurso de esta singular ceremonia, seria y parsimoniosa, considerada la danza de culto más antigua de Alemania.

Bien podemos imaginar a aquellos hombres y mujeres ocultándose a la vista de los recién asentados, por desconfianza o precaución, sufriendo por lo demás el desprecio de éstos a causa de su aspecto y su diferente forma de vida. Algo parecido a la situación de los autóctonos que aparecen en la preciosa película de Andrei Konchalovsky «La Siberiada», minoritarios ya, inferiores y fuera de juego en su propio país, marginados por los rusos...

En cambio, hoy en día, siquiera en Algovia, a aquellos «salvajes» se les hace el honor de ser recordados con respeto. Sus voces humildes, pero libres, tampoco entonces se apagarían tan fácilmente.

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