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Libia: una catástrofe humana que puede dejar pequeño a cualquier tsunami

Hace exactamente una semana el mundo miraba aún, entre asombrado y espantado, a las consecuencias inmediatas del terremoto que sacudió la costa occidental de Japón y del tsumani que después barrió kilómetros tierra adentro y acabó con pueblos enteros y con miles de vidas. La alarma nuclear apenas empezaba a asomar, y las noticias que llegaban desde Fukushima hablaban de fallos en el funcionamiento de la central y de una explosión que, decían las autoridades niponas, no había afectado al reactor.

En estos siete días, sin embargo, la situación de la antigua y obsoleta instalación atómica ha ido empeorando sin remedio, y la posibilidad de un desastre nuclear de las proporciones del de Chernobil ha planeado sobre todo el planeta. Quien más, quien menos, todos hemos evocado las imágenes de muerte, destrucción y enfermedad que dejó tras de sí el accidente de las instalaciones ucranianas hace 25 años, y el debate sobre la energía atómica a vuelto a cobrar fuerza.

A falta de conocer las consecuencias definitivas del colapso de la central nuclear de Fukushima, buena parte de la población mundial, especialmente en aquellos países que tienen instalaciones de este tipo, se pregunta si merece la pena correr el riesgo de que sus pueblos, ciudades y naciones queden contaminados irremediablemente por una fuente de energía que, por mucho que se empeñen algunos lobbies, sí tiene alternativa. Existen dos variables para medir el riesgo de un acontecimiento: la probabilidad de que suceda, y sus consecuencias. Y lo ocurrido en Japón nos vuelve a demostrar que, en esta materia, las enormes consecuencias de una catástrofe amortiguan por completo las lecturas optimistas sobre las escasas probabilidades de que ocurra.

Una Fukushima al lado de Euskal Herria

En Euskal Herria, cuando hablamos de instalaciones nucleares, y cuando se cumplen tres décadas de la pelea que acabó con el proyecto de Lemoiz y sus hermanas en la costa vasca, hoy en día todos fijamos la mirada en el valle burgalés de Tobalina, en la central de Santa María de Garoña. Han sido muchas las personas y organizaciones que en las últimas jornadas han recordado que Fukushima y Garoña son «hermanas gemelas», y cuando en los medios han visto las explosiones de los reactores japoneses, el vapor radiactivo escapando sin remedio, niños y ancianos midiendo la radiación que ha llegado a sus cuerpos, no han podido evitar verse reflejadas.

Portavoces de la industria atómica han tenido la desvergüenza se declarar, para contrarrestar el estado de opinión creado por el «apocalípsis» japonés, tal como lo calificó el comisario europeo de Energía, Günther Öttinger, que Garoña está capacitada para aguantar un movimiento sísmico hasta tres veces superior al previsto en la zona en la que se ubica. Sin especificar cuánto es eso, ni qué pasaría si el terremoto fuera 3,1 veces superior al «previsto». Qué pasaría si el Ebro se desbordara como nunca lo ha hecho al pasar por el valle, o si se cortara drásticamente el suministro eléctrico de la central, como ha sucedido con su hermana japonesa. Es muy difícil que esto suceda, cierto, pero nadie esperaba un terremoto de 9 grados en la escala Richter que causara un tsunami de 15 metros en Japón. Las consecuencias de que ocurra lo imposible son inasumibles, y Garoña no debe estar en funcionamiento ni un día más.

Terremoto político en los países árabes

Si en Japón la fuerza de la naturaleza y la incapacidad del ser humano de aprender de sus errores han llevado la desolación, en Libia toda la responsabilidad recae en nuestra especie. Los tres primeros meses de 2011 pasarán a la historia del mundo árabe por las revueltas populares en países con gobiernos que parecían asentados y dirigían sus destinos con puño de hierro. Sin embargo, también hay muchas diferencias entre lo que está ocurriendo en Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Bahrein y otros estados de la zona. Si en los dos primeros casos, ante el ímpetu de la movilización ciudadana, Occidente hizo recular a sus dirigentes para escenificar una especie de apertura y negociar un cambio de nombres que dejara las cosas como estaban, y en los dos últimos ha respondido con casi total indiferencia a la represión gubermanental de las protestas, en Libia desde el primer momento se ha alentado el derrocamiento armado del coronel Muamar al-Gadafi, que sabían no se iba a prestar a componendas que le alejaran del poder. Y los llamados «rebeldes», entre cuyos líderes hay personas que formaban parte del Gobierno de Gadafi hasta hace pocas semanas, entraron en una guerra que pronto se vio que no podían ganar. No al menos por sí mismos.

Una vez desatada la guerra, y al ver inminente la derrota de sus patrocinados, EEUU, el Estado francés y Gran Bretaña han buscado y encontrado el aval de la ONU a una intervención militar. Una vez más. Ayer comenzaron los ataques aéreos. Y, a partir de aquí, lo que suceda en Libia, África y Oriente Medio puede dejar pequeño cualquier tsunami.

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