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Mertxe AIZPURUA Periodista

Ciberrevolución

A veces el entorno ambiental presiona tanto que hay que explicar hasta lo evidente. Y nada tan cansado como dar explicaciones sobre lo obvio. Si viene al caso, haga esta prueba: diga en una charleta de amigos que no es correcto tratar a los perros como personas y en lugar de considerarle un prodigio de manifiesta sensatez deberá refutar una y mil veces que no, que no es que no le gusten los perros; que en realidad le gustan. Será inútil. Con las nuevas tecnologías sucede lo mismo. Atrévanse a opinar que la red de redes, además de otros efectos positivos –que los tiene (y ya empiezo a explicarme)– contribuye a tener una gran parte de la población quieta, relajada e idiotizada, narcotizándose de bobadas intercambiables en un flujo de comunicación absurda, y la palabra tecnofobia aparecerá impresa en su frente. A lo que iba. Que no soy tecnófoba ni tecnófila. Opino que el correo electrónico es un invento genial, las redes sociales también, que la comunicación ha roto barreras gracias a Internet y que el quinto poder ya tiene piedra filosofal. De acuerdo. Pero de ahí a que sea la causa de revueltas como la de Egipto –la ciberrevolución, dicen– hay un salto que solo se responde desde lo más obvio. Las revoluciones, como todo aquello que atañe a las grandes pasiones que mueven a la humanidad –sea justicia, amor, solidaridad– solo se conquistan en la calle, en un cara a cara, persona a persona. Las victorias virtuales de la red ayudan, y mucho, pero las batalles reales siguen librándose en los adoquines, asfaltos y senderos que pisamos. Por cierto, y hablando de realidad y virtualidad, ¿alguien podría sostener que en Egipto se haya producido una revolución?

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