Simone de Beauvoir, el compromiso para escribir la libertad
Mañana se cumplen 25 años de la muerte de Simone de Beauvoir (París, 9 de enero de 2008- 14 de abril de 1986), una personalidad independiente que no se acomodó al rol habitualmente asignado a las mujeres y luchó por construir su libertad, para ampliarla a todos los humanos; en especial, a las de su género. Una gran mujer que echó por tierra aquella afirmación misógina de Stendhal de que «todo genio nacido mujer es un genio perdido para la Humanidad».
Iñaki URDANIBIA
El día 19 de abril de 1986 un cortejo de 5.000 personas acompañaba a la difunta hacia el cementerio de Montaparnasse, donde iba a recibir sepultura junto a su compañero, su cómplice, su amante, su amor «necesario» (frente a los «contingentes»), que había sido allí enterrado también un día 19, pero seis años antes (Jean Paul Sartre falleció el día 15 de 1980). Con Sartre, el cortejo fúnebre estaba compuesto por más de 40.000 personas. Las cifras son muestra de cómo la figura de la filósofa quedó ensombrecida por la grandeza del pequeño filósofo, ya que, desde aquella primera oposición a Agregadurías a la que se presentaron, en la que a él se le concedió la primera plaza y a ella la segunda, Beauvoir quedó convertida en «discípulo» (sic) del «gurú del existencialismo» (como consta en el Petit Larousse). Simone de Beauvoir no ocupa, por tanto, un lugar propio en las distintas historias de la Filosofía, a lo más alguna mención a su «Segundo sexo», su obra maestra, y cuya huella sigue marcando a cualquiera que se preocupe de la «cuestión femenina». «... Et tout le reste c'est littérature». Es así como quedó relegada al papel de compañera de Jean-Paul Sartre -«la grande Sartreuse», como dirían con maldad- y al de escritora.
Ya desde joven Simone mostró su independencia ante unos padres pasmados, por su clara decisión al optar por unos estudios que parecían terreno acotado a los hombres. Entre los que preparaban las oposiciones a Filosofía en la École Normale Superieure se codeaba con Jean-Paul Sartre, Paul Nizan y René Maheu, y en el primer liceo, en prácticas, era la única mujer junto a los Maurice Merleau-Ponty o Claude Lévi-Strauss. Fue su amigo Maheu quien, jugando con el término inglés (beaver) le puso el mote de Castor, debido a que tales animales «van en grupo y tienen espíritu constructor». Ese mismo espíritu acompañó a lo largo de su vida a esa infatigable y luchadora mujer, plasmado tanto con su presencia en innumerables movilizaciones, como por su escritura, que da cuenta de su tiempo y de su presencia en él, sin obviar sus escritos filosóficos que siguen empujando a luchar por la dignidad y la libertad universales.
«El segundo sexo»
De su preocupación por cómo ubicarse en la situación en que a uno le toca vivir optando por «liberar su libertad» queda sobrada constancia en su primer ensayo, en el que asistimos al diálogo entre «Pyrrhus y Cinéas» (1944) y en el que pretende sentar las bases para una ética existencialista. Luego vendría «Por una moral de la ambigüedad» (1947). Los dos personajes plautianos del primer libro discuten acerca de qué hacer: el segundo personaje representa la pasividad, mientras que el primero se plantea un futuro comprometido con la libertad, una tarea a perseguir por cualquiera que se precie.
Este dar sentido a la existencia -que prima sobre la esencia- sería precisamente el punto de partida de la obra con la que la «filósofa-llevando-turbante», que diría Beatriz Preciado, elaboraría su obra maestra: «El segundo sexo» (1949). Un trabajo que hizo llevarse las manos a la cabeza a todos los machitos del mundo, encabezados por la santa madre Iglesia, que prohibió su lectura, catalogándola dentro del índice de libros prohibidos. Mil páginas se alzaban contra una supuesta e inamovible naturaleza femenina; en ellas, la autora critica los discursos dominantes (biológicos, sicoanalíticos, del materialismo histórico) y revisa la historia, la antropología y los mitos creados por la literatura, para pasar posteriormente a estudiar la vida de las mujeres (la menstruación, la maternidad, la prostitución...), abriendo así el camino al feminismo moderno y a sus distinciones entre género y sexo. Más tarde vendría su estudio sobre «¿Hay que quemar a Sade?» (1955) en donde, tomando como base al marqués, estudiaría las relaciones entre lo individual y lo colectivo, y balizaba los límites de la libertad individual.
La suya fue una filosofía que se elevaba de lo particular a lo universal, ofreciendo un arma para vivir con la dignidad de los seres libres: «Queriendo hablar de mí, me daba cuenta de que me era preciso describir la condición femenina... Intentaba poner orden en el cuadro que se me ofrecía, incoherente a primera vista: en todo caso, el hombre se planteaba como el Sujeto y consideraba a la mujer como un objeto, como el Otro... Me había puesto a mirar a las mujeres e iba de sorpresa en sorpresa. Es extraño y estimulante descubrir entonces, con cuarenta años, un aspecto del mundo que atrapa los ojos y que no se veía». Tuvo una vida entregada a liberar la libertad con la escritura y el compromiso, porque: «Se escribe a partir de lo que se ha conseguido ser».