Muchos de los lectores y lectoras de GARA no habían nacido cuando Jose Mari Sagardui fue encarcelado. A otros les resultará difícil enumerar todas las cosas que han ocurrido en su vida desde entonces. Tres décadas es mucho tiempo. Cuando el Athletic y la Real ganaron sus últimas Ligas, el zornotzarra ya estaba en prisión. Ahí conoció la llegada al Gobierno de Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, el golpe de Estado de Tejero, la muerte de Santi Brouard, Josu Muguruza y tantos otros, la negra historia del GAL, la fuga de Iñaki Pikabea y Joseba Sarrionandia, los procesos de Argel, Lizarra y Loiola... y tantas cosas imposibles de enumerar. A nadie se le escapa lo que ha llovido en todo el mundo en treinta años.

Gatza, como Antton Troitiño, que también salió ayer de la cárcel, tras 24 años, son supervivientes de una política penitenciaria cruel, pero también ejemplo del fracaso de esa política. Verle salir de Jaén con el puño en alto y abrazar a su hija Goiztiri seguro que ha escocido a mucha más gente que los ultras que se concentraron con banderas rojigualdas, empezando por quienes siguen entendiendo la política carcelaria como una herramienta para doblegar al Colectivo de Presos Políticos Vascos. Seguramente por ello han pretendido impedir con prohibiciones su recibimiento en Zornotza.

Después de Gatza, el 3 de mayo está previsto que salga de prisión Jon Agirre Agiriano, tras cumplir 30 años encarcelado, y el aramaioarra será igualmente recibido con cariño y alegría en su pueblo. Sin embargo, en días como hoy sólo cabe desear que ninguna persona más pase tres décadas entre rejas, y en coyunturas políticas como la actual el objetivo debe ser ambicioso: que este país alcance un escenario en el que no exista ningún preso al que haya que ir a buscar hasta Jaén para traerlo a casa después de 31 años. Euskal Herria debe aspirar a que nadie mire a la vida a través de unos barrotes.