Antonio Alvarez-Solís Periodista
El voto cálido
En las elecciones que acaban de realizarse en todo el Estado hay que hacer un recuento de carácter moral, aparte del físico y seco recuento de papeletas por partido. Se trata de medir la temperatura de esos sufragios. Son elecciones para una primera y una segunda lectura. Ha habido tres clases de votos: el voto frío o voto del ciudadano que se limita a elegir posibilidad dentro de una oferta habitual y conocida, ya que, a su parecer, no hay otra cosa; el voto de apuntalamiento o voto de quien procura evitar el derrumbamiento del aparato partidario que le dicta la obediencia a que se debe y el voto cálido, o sea, el voto que invita a la nueva aventura de la libertad tras una época de restricciones, incapacidades y autoritarismo irracional. El primer voto prolonga la inmovilidad de una sociedad que muere; es un voto agónico y tendente al desequilibrio. El segundo voto se reparte entre los que se sumergen en un logotipo con el que tratan de garantizarse presuntas dinámicas de vida ya conocida o proteger intereses muy concretos y de escaso calado social. En casi todo el Estado, las dos primeras formas de sufragio han sido las dominantes en estas elecciones que han sido unas elecciones grises y frías, consagradas a la revancha de los clanes. España sigue entregada a un poder con perfiles democráticos misérrimos, sea el partido que sea el que protagonice el Gobierno.
Pero ¿qué ha ocurrido en Euskal Herria? En Euskal Herria es inútil hablar de cifras secas sin fijar la atención en el voto innovador de Bildu, que ha sido un voto cálido, de sementera, de dardo enviado hacia el porvenir. Ha sido el voto que abarca tres cosas: una visión de democracia nueva, de libertad pública y de realización del propio ser. Un voto que es, a la vez, la propuesta vigorosa de administraciones más limpias y eficientes por su prometido contacto permanente con la calle y, al mismo tiempo, un voto que bulle con el propósito de eliminar «la confiscación burocrática del poder», como escribe Daniel Bensaiz en su obra «Cambiar el mundo». El triunfo de Bildu puede calificarse de luminoso, tanto en la contundente victoria conseguida en Gipuzkoa como la que expresan porcentualmente las votaciones en Bizkaia y Araba. Triunfo de un nacionalismo real que ha ido en paz a las urnas tras liberarse del dogal de las ilegalizaciones. Ese triunfo plantea a los partidos españolistas, sobre todo, una pregunta a la que deberán responder lealmente de cara al futuro: ¿es posible realmente una vida democrática en paz o pueden seguir jugando desde el Partido Socialista y el Popular a la supuesta violencia que conlleva el nacionalismo soberanista? ¿Esto es hijo de la violencia?
Bildu ha cargado sobre sus espaldas con la protección a una democracia abierta, repleta de soberanía ciudadana. Responsabilidad tremenda. Bildu ha cargado también con el resguardo de la libertad de la calle para hacer del gobierno municipal o del gobierno de las diputaciones un gobierno en permanente tensión creadora y popular. Bildu se ha convertido en el soporte de una justicia que ha de funcionar cada hora merced a la vigilancia y capacidad de las masas para hacer realidad la justicia de la nación. Bildu abre una nueva época que ha de servir de estímulo a quienes están comprometidos con la nueva moral que se apunta en tantos ámbitos ciudadanos. Bildu nace del voto cálido que los vascos han decidido depositar en las urnas.
Es muy importante lo que acaba de suceder en Euskadi. Incluso constituye un pasaporte para acudir a los poderes supranacionales en demanda de amparo, que no podrían negar, si alguien decide diluir con el ácido de las ilegalizaciones lo que el pueblo vasco ha decidido, en un primer y ya rotundo paso, al salir a la calle sin otras armas que una papeleta de votación y el entusiasmo nacional correspondiente. Se ha abierto la puerta con una llave de paz. Nadie niegue la evidencia.