Manoel De Oliveira es un monumento viviente y sus películas son como una visita a un viejo museo. El mundo del cine se muestra respetuoso ante el venerable anciano, a pesar de que lleva tiempo sumido en una especie de letargo creativo del que ya no va a salir. En una sociedad que valora tanto los récord Guinness, el portugués ha hallado su sitio en calidad del cineasta más longevo de todos los tiempos. La crítica se rinde igualmente ante “El extraño caso de Angélica”, porque es una realización trasnochada y a su celebrado autor se le permite vivir de espaldas al presente. Más que ningún otro de sus títulos recientes, por partir de un guión originalmente escrito en 1952, se trata de un atemporal relato tan etéreo como insignificante. Es un simple retrato de una bella sonrisa, la de Pilar López de Ayala, porque apenas llega a completar el mínimo recorrido de un cuento. Su leve anécdota no da para desarrollar una narración como tal, así que el metraje se completa con alguna que otra conversación suelta, planos fijos sin comentario y escenas de la vendimia tradicional del Oporto a orillas del Duero.

El contenido de los aleatorios diálogos alterna referencias filosóficas a Ortega y Gasset y a proyectos de ingeniería con obligadas menciones a la crisis económica, siendo expresado por los acartonados intérpretes con una desfasada teatralidad que vacía las ya de por sí huecas palabras de cualquier inmediatez. El nivel surrealista de esta fantasía demodé se concreta en unos efectos que imitan los trucos ópticos (sobreimpresiones en blanco y negro) del cine mudo, y que, con mucha generosidad, calificaremos de entrañablemente ingenuos. Hay ecos de Jean Cocteau, pero tan lejanos que la poesía se pierde por el camino de un onirismo de salón, toda vez que la historia de amor espiritual resulta muy pacata y carente de pasión terrenal. El judío errante se enamora del fantasma de la rica heredera recién casada y juntos inician un vuelo celestial, convertidos en sendas transparencias.