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Fermín Gongeta, Sociólogo

Delegar en democracia

El autor aborda el tema de la delegación del poder en élites políticas y sindicales, y advierte de los peligros que acarrea esa actitud. Considera «claudicante» renunciar al control popular sobre los electos, y afirma que ello alimenta la creación de burócratas que «olvidan a quienes los eligieron» y degradan la naturaleza y los objetivos de las organizaciones a las que representan. Y concluye diciendo que todo dirigente debe sentir en su cogote el aliento de quienes lo eligieron.

Decíamos en el barrio que una persona con «fuste» era una persona organizada. Si nos referimos a los grupos políticos religiosos o sindicales, que están organizados, no podemos concluir que, por el hecho de estarlo, tengan fuste. No siempre en ellos se da una adecuación entre lo que dicen y lo que hacen. Más bien sucede todo lo contrario. Como un casero dijo sagazmente, no es lo mismo predicar que dar trigo.

Según el diccionario, un grupo se organiza cuando se fija unos objetivos concretos a conseguir y se dota de los medios necesarios, tanto personales como materiales, asignándoles funciones concretas para realizarlas de manera eficaz. Se llevan siglos, analizando las distintas organizaciones que han funcionado y lo hacen en el mundo: religiosas, penitenciarias, políticas, sindicales y muchas más. Toneladas de papel y litros de tinta para describirlas bajo todos los aspectos imaginables.

Me he puesto a escribir días antes del 22 de mayo, día de las elecciones en el reino español, con especial significado en Euskal Herria. Y mi reflexión se orienta a la delegación de nuestra voluntad política y humana que hacemos en una organización en el momento de las elecciones.

Parece claro que toda organización de masas, de cualquier tipo que sea, o cuales quieran que sean sus objetivos, se va haciendo potente en la medida en que aumenta el número de sus seguidores, militantes, adherentes o votantes. Ellos son, en política, la fortaleza del partido. «Porque una democracia no se concibe sin una organización. Y la organización se presenta como el único medio de crear una voluntad colectiva. La organización es en manos de los más débiles, un arma de lucha contra los poderosos» (Robert Michels. Flamarion, 1914).

La práctica del ideal de la democracia política consiste en el autogobierno del pueblo, según las decisiones de las asambleas populares. El principio democrático pretende garantizar a todos, en beneficio del bien común, una influencia y una participación iguales.

Sin embargo, el sistema de la permanente consulta, parece que limitaría el necesario principio de la delegación. Las decisiones serían más lentas. Y por otro lado, tampoco ofrecería garantías suficientes contra la formación de un reducido grupo, o estado mayor, de carácter oligárquico y plenipotenciario.

De hecho, para garantizar que la mayoría de los adherentes participe en las decisiones, se ha impuesto la necesidad de unos «delegados» -intermediarios- que sean capaces de representarles y asegurar así la realización de su voluntad y el mantenimiento de sus objetivos. Por eso se pretende subordinar, ¡qué menos!, la elección de los delegados a la voluntad de la mayoría, apartándose lo menos posible de la democracia. Sobre todo al inicio de la andadura.

Al mismo tiempo que se confían los «asuntos corrientes» a un personal administrativo que termina por realizar los actos más importantes y necesarios para el mantenimiento de la organización. Son los conocidos burócratas elegidos a dedo.

No nos cabe la menor duda de que al principio, el jefe de cada grupo, y el conjunto de jefes, no son más que servidores del pueblo, de los adherentes, de los seguidores o votantes. Porque la organización democrática se fundamenta en la igualdad de quienes forman parte del grupo, sea del sindicato o del partido político. Pero esto no quiere decir que luego sea cierto en la práctica.

El verano del año 68 se discutía sobre la democracia participativa. Un amigo insistía con vehemencia, cómo Lenin había defendido que la clase obrera necesitaba de la pequeña burguesía para llevar adelante su revolución proletaria. («Qué hacer», c. II) Su argumento era que un trabajador manual, con 10 o más horas de faena a sus espaldas, apenas si tenía tiempo para pensar en su propia situación, y menos aún en imaginar la manera de cómo salir de ella. El trabajador, el ciudadano convertido en súbdito, dividido y aplastado por unos partidos y sindicatos, dependientes del poder económico en mayor o menor grado, lo más que puede hacer en solitario es enfurecerse. Cosa positiva, si se opone al adocenamiento y aceptación de una explotación, sobre todo la actual, sin precedentes en la historia de la humanidad, peor incluso que la de 1929, según el Presidente de la Reserva Federal Americana.

De ahí que mujeres y hombres, ciudadanos, trabajadores, jubilados y parados, deleguemos las funciones de dirección de partidos y sindicatos en aquellos aparentemente más despiertos para ver la injusticias, más hábiles en la retórica y discurso, y más eficaces en las negociaciones frente a los otros partidos autoritarios y frente a la patronal.

Los poderes y facultades de los ciudadanos se van delegando. Y estas delegaciones se van repitiendo; y se forman así estructuras piramidales, hasta la cúspide. Unos delegados eligen a otros de mayor grado, hasta llegar al presidente o secretario general. Concluyendo, con el tiempo, en los papados políticos y sindicales, esto es, en el mundo de los infalibles.

Robert Michels escribía: «Se prevé que en un porvenir cercano, las organizaciones obreras se verán obligadas a renunciar también al exclusivismo proletario, dando preferencia a individuos con mayor instrucción, lo mismo económica que jurídica, técnica y comercial».

Eh ahí lo que ha sucedido. A sabiendas de que renunciar a la lucha y al control personal sea claudicar. Las élites sindicales y políticas discuten pública, acalorada e inútilmente, con los directores de otras organizaciones y se olvidan con frecuencia de quienes les eligieron. Y lo que es peor aún, dejan de lado los objetivos de sus seguidores, los principios del nacimiento de su propia organización, desvinculándose de sus bases.

No hace tantos años que el delegado sindical de una gran empresa me comentaba: «Me entiendo mejor con cualquier miembro de la dirección de mi empresa que con muchos sindicalistas de base».

Se trataba de uno que, como tantos delegados y políticos, se ha habituado a tratar y discutir con patronos y políticos en el poder, y se olvida de sus orígenes, y también de aquellos sobre cuyos hombros subió para alcanzar su cúspide.

¿O acaso no entendieron que en el origen de su poder, conquistado como un Everest, estaban la mujer y el hombre, instalados en la miseria, opresión, e incluso la tortura?

«Y es que, -decía Marcelino Domingo en 1934- una República democrática puede instaurarse en una hora de pasión popular, pero una República democrática no se sostiene... sin una base de cultura que depure, defina y sostenga la personalidad humana... La instauración de la Democracia únicamente se consigue por la cultura. Donde la cultura falta, el sistema democrático se pervierte, se esteriliza, se desfigura o cae, no por la presión exterior, sino por interna consunción. No lo derriban, se desploma».

Claro que, la cultura, y el saber, frente a lo que siempre se ha dicho, sí ocupa lugar, tiempo, y dinero. Únicamente en la aceptación de la miseria, de la explotación y de la tortura de los ciudadanos, crece el poder de quienes, en su propia ignorancia y atrevimiento, se creen poseedores de la verdad.

Luchar por conseguir un trabajo y un salario digno, por una libre y democrática formación universitaria, por una igualdad, libertad y solidaridad, será siempre luchar por la independencia de Euskal Herria y por su democracia. Pero toda delegación, o se mantiene con el control de las bases electoras o es sencilla y desgraciadamente una abdicación. Todo dirigente político o sindical, debe sentir en su nuca, el escozor de los ojos de sus electores, que nunca les perderán de vista.

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