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Fede de los Ríos

El repartidor de gloria y el auroro Migüelico

Pero el final de las dos repúblicas está claro. Golpes de estado de la casta militar propiciados por la oligarquía de la época y bendecidos por la Iglesia católica por miedo a perder los privilegios, querido Migüel

Ocurrió frente al auditorio navarro apodado el Baluarte (ubicado en el fortín de la Ciudadela que Felipe II ordenó construir no tanto para la defensa exterior de Iruñea como para el control de sus habitantes). Una descendiente de aquellos indómitos habitantes tuvo unas palabras con el aspirante a rey, esta vez no Austria, sino Borbón. La insurrecta navarra logró acercarse al hijo del sucesor del Caudillo y transmitirle el deseo de dejar de ser súbdita para poder ser ciudadana, para lo cual pedía su abdicación y la celebración de un referéndum que posibilitase la forma racional de gobierno, es decir, una república. Siempre es menos molesta una abdicación, como hizo su bisabuelo, que la guillotina. Por más atención que pongas en la faena, siempre acaba todo salpicado de sangre. Y no nos engañemos, a pesar del azul por mor de la estirpe cuasi sagrada, resulta un tanto desagradable de ver. Y luego el tema de qué cabeza corresponde con qué cuerpo... etcétera.

Mira que intentaron limpiar de ciudadanía los alrededores y sólo dejar solícitos y babeantes súbditos de escaso desarrollo telencefálico... pero se les coló.

Cuando el sucesor al trono borbónico español se disponía a estrechar las manos de su plebe (para que luego digan algunos sedicentes y desafectos que no es duro y trabajoso el oficio de príncipe. Y arriesgado. La mano totalmente desnuda sin guante protector alguno. Podría estar en cualquier trabajo como nosotros y, sin embargo, sacrificado como su padre y el resto de antecesores borbones, si la navegación a vela, las inauguraciones y el esquí no lo impiden, antepone el penoso deber de mezclarse con la plebe a poder realizarse humanamente en los divertidos oficios que desempeñamos sus siempre egoístas vasallos. Por eso Dios, tan misericordioso siempre, los eligió para gobernarnos), la desafecta, contaminada de virus republicano, díjole a Felipe de Borbón desear «una constitución que maneje mayores mecanismos de participación ciudadana» y por ello republicana. En ese preciso momento, nuestro Migüel Sanz, el de Corella, ejerciendo de subalterno se lió a dar capotazos en defensa del Borbón. El diálogo fue asín:

-Pues la primera y la segunda república terminaron como el rosario de la aurora -le espetó el lehendakari navarro.

¿Y por qué? -inquirió la joven-.

-Pues porque terminaron -atajó el Sócrates de Corella, maestro en oratoria y lógica proposicional-.

Existen varias versiones de porqué acabaron a hostias y farolazos los penitentes del famoso rosario auroro, pero el final de las dos repúblicas está claro. Golpes de estado de la casta militar propiciados por la oligarquía de la época y bendecidos por la Iglesia católica por miedo a perder los privilegios, querido Migüel. Los mismos que has defendido hasta el último día de mandato. Por eso te pusieron los amos.

El elegido por los dioses y sucesor del nieto de un condenado por alta traición, Su Graciosa Majestad, tuvo la deferencia de comunicar a la joven, como único argumento ante sus demandas: «Has tenido tu minuto de gloria». A partir de ahora, Felipe el Magnánimo.

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