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Carlos GIL Analista cultural

Conseguido

El jefe de pista del circo repite enfático: «¡Asoooombroso!». En la tercera patada a la luna con tirabuzón, retruena bajo la carpa: «¡Incrrreíble!». Es una voz que provoca un sentimiento inducido, un aplauso. Hace más espectacular la cabriola en el trapecio, la suelta de siete pelotas del malabarista que forman figuras móviles atrapadas en la suspensión mágica de un aire atravesado por un cálido, «¡conseeeeguido!».

No existe un trabajo de comunicador más envidiable que ser poeta de los entreactos circenses, una figura en desuso porque ahora mandan los atletas del cuerpo y las finanzas y han dejado más espacio a las palomitas que a las palomas del verso. Hasta los payasos venden más camisetas que sonrisas levantan.

Los adjetivos exuberantes que colorean los sustantivos de ese conductor de las emociones que engarza los números de esa galaxia donde los sueños se tejen en la excelencia técnica, se han transformado en mensajes curados en la frialdad de un decreto.

Hay una invasión vírica de narices rojas pragmáticas que anuncian detergentes o cuentas bancarias. Si la infancia es una patria, el circo es la guardería perpetua donde se mantiene en estado puro la noción de la cultura popular.

Poética visual, música contagiosa, danza, riesgo, habilidades, juegos con el cuerpo hasta los límites de lo verosímil, emoción, y la palabra del maestro de ceremonias que todo lo conjuga, que le da la categoría para colocarlo en el plano de lo majestuoso, por humano. Es su dimensión, su cercanía, lo que le da identidad propia a este asombroso lenguaje transversal nacido antes que la geometría y el redoble de tambor.

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