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Jesus Valencia Educador social

El alto precio de la utopía

Los apaleados, sentados al estilo Ghandi, alzaban sus manos ensangrentadas queriendo demostrar que la firmeza era suya y la violencia ajena. Vano empeño; el poder no dialoga con disidentes

Las calles volvieron a llenarse ayer, pero poco a poco las plazas están regresando a su engañosa normalidad después de semanas de inusitado movimiento. Las agitadas «ágoras de la democracia real ya» vuelven a ser ocupadas por niños, palomas, jubilados y por los habituales luchadores de la democracia real. Al menos en Euskal Herria, hay miles de personas que viven en permanente movilización. La muerte de un trabajador, una nueva víctima de la violencia de género, la última razzia policial, la persecución que sufren los jóvenes, las torturas, la reforma laboral, los estragos de la dispersión, la reforma de las pensiones, las mordazas del apartheid...

Esta Euskal Herria movilizada no encontró excesivas novedades en los campamentos de las plazas ¿Quién dará lecciones de indignación a familias que llevan años jugándose vida y hacienda en las carreteras carcelarias? Todavía no habían nacido muchos de los recién acampados y este pueblo ya pateaba las calles contra una Constitución impuesta y antidemocrática. Quienes clamaban por la «democracia real ya» ¿han sufrido en carne propia la marginante Ley de Partidos? Los campamentos de las plazas no marcaban el inicio de nada, pero sí fueron una expresión más de la indignación popular. Sus consignas podían ser suscritas por quienes llevamos muchos años en la pelea. Era evidente y plausible la generosidad de las jóvenes acampadas, su deseo de cambiar este podrido sistema, su señalamiento del capitalismo como causante de tanta desgracia, su apelación a la unidad popular como clave resolutiva. Sin embargo, no todo lo que brillaba era oro. En las plazas había demasiadas prisas por el cambio, propias de quien no ha medido sus fuerzas con las de un sistema descomunal; demasiadas proposiciones y pocas concreciones; demasiados requerimientos y poca autocrítica. Una de sus pancartas decía «No te quejes mañana si no te movilizas hoy»; un amigo mío sugería con cierta sorna la colocación de otra pancarta adjunta que dijera: «No te quejes hoy si no te movilizaste ayer».

A juicio de los propios indignados, las acampadas tenían caducidad corta y eficacia escasa. Otro tanto debía de opinar el poder cuando las consintió -cosa inaudita- en el día de reflexión preelectoral. Los promotores se dieron cuenta de que las acampadas podían convertirse en una burbuja tan colorista como aséptica. Decidieron pasar de la denuncia a la confrontación democrática con el Estado y éste ha exhibido su verdadero rostro. Los comerciantes afectados tildan a los indignados de dañinos; la prensa, de radicales y mugrosos; la ciudadanía aborregada, de intolerantes; la policía, de violentos. Rubalcaba (léasele a la inversa) les advertía: «Si ponen violencia, encontrarán firmeza». Los apaleados, sentados al estilo Ghandi, alzaban sus manos ensangrentadas queriendo demostrar que la firmeza era suya y la violencia ajena. Vano empeño; el poder no dialoga con disidentes. Por lo que respecta a Euskal Herria, comprendemos sus alegatos y compartimos sus empeños, «a buen entendedor...». Tenemos demasiada gente represaliada sin haber cometido otro delito que el de tejer pacíficamente hermosas utopías.

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