En «De dioses y hombres» Xavier Beauvois planteaba el dilema de una comunidad religiosa católica que desarrollaba en el norte de África una labor solidaria, hasta el punto de que si sus miembros cedían a la presión islamista y dejaban el lugar toda su población nativa iba a quedar socialmente desatendida y sin asistencia médica ambulatoria. Era un interesante material para un debate que, en «Una mujer en África», se vuelve inexistente, debido a que la realizadora Claire Denis evita conscientemente cualquier implicación política, al optar por un discurso nihilista hecho a plena conveniencia. No entender el problema africano no es un delito, lo grave es pasar de él y sentirse intelectualmente superior, casi por encima del bien y del mal. La autora de «Chocolat» es una burguesa blanca que se ha criado en Camerún, entre otros países del continente negro, y que sabe que allí nada puede cambiar, por más que pase el tiempo, mientras queden restos del colonialismo occidental y la independencia económica siga siendo imposible de conseguir para unos países esquilmados y endeudados a perpetuidad.

Claire Denis y los que la aplauden se creen que «Una mujer en África» es una película moderna que ha dejado atrás la vía otrora revolucionaria del marxismo bananero, cuando su heroína es bastante más conservadora que la Tara de «Lo que el viento se llevó». Isabelle Huppert se niega a perder su plantación de café a manos de la guerrilla insurgente, por la sencilla razón de que una milicia compuesta por niños soldado no tiene la suficiente entidad para expulsarla de una propiedad que ha pertenecido a su familia desde tiempo atrás. En su locura se siente más integrada que los propios nativos, y más valiente que sus jornaleros, a los que no duda en sustituir por esquiroles hambrientos y desesperados. La diferencia entre esta madre-coraje que defiende ciegamente a su hijo skin-head y los locos aventureros de Herzog, por poner un ejemplo, es sencillamente que se trata de una terrateniente.