LOS DÍAS Y LAS NOCHES DEL FESTIVAL DE JAZZ DE GASTEIZ
Garaio no es Copacabana
El Festival de Jazz de Gasteiz cuenta con diferentes ambientes a mitad de camino entre la participación popular, el elitismo o el poteo desenfadado acompañado de música en directo. Mendizorrotza, el hotel Canciller Ayala o el Casco Medieval han sido algunos de los escenarios que han permitido la contemplación y el disfrute de estos entornos.
Juanma COSTOYA | GASTEIZ
Decir que la zona de baño del embalse de Ullibarri en Araba no se parece en nada a la mítica playa de Río de Janeiro es una obviedad. Tampoco lo pretende. Tan disparatada comparación viene al caso porque ha salido un mes de julio fresco, y hasta desapacible a ratos, y todos los intentos por transformar la ciudad en un cuerpo cuyo corazón bombee al ritmo del jazz y la bossa nova quedan, en ocasiones, un tanto desangelados. Es cierto que la hostelería se ha volcado estos días con el festival, pero la terca Gasteiz con viento norte y cielo encapotado se parece más a la rígida Ginebra de Calvino, ordenancista y llena de funcionarios, que a la colorista Río de Janeiro, donde Vinicius de Moraes compuso Garota de Ipanema simplemente admirando el contoneo de una morena anónima que se dirigía a la playa.
A pesar de ello, la ciudadanía no se resigna al pensamiento cartesiano y en cuanto el cielo azul asoma por encima de los campanarios de San Miguel y San Vicente, el personal sale a la calle para animar el ojo y el espíritu con la disculpa de una música nacida hace muchos años en tierras calurosas, febriles y encenagadas.
La ciudad convertida en escenario admite distinciones evidentes que tienen más que ver con el público asistente que con la música escuchada. El viejo polideportivo de Mendizorrotza hace las funciones de barco rompehielos. Lo mejor que puede decirse de su público, en general, es que es tan correcto como soso. Los asistentes se distribuyen entre los asientos numerados ubicados enfrente del escenario y las más populares gradas laterales. Se presta en ocasiones más atención a las idas y venidas de su élite ciudadana que a las evoluciones acústicas de los músicos sobre el escenario. Cuando alguno de los protagonistas musicales de la noche, micrófono en mano, se dirige en inglés al público, el pabellón entero se revuelve incómodo en sus asientos. Al término de la parrafada, los asistentes, que, en general, no se han enterado de nada, aplauden con brevedad y sin convicción. Por si acaso.
A juzgar por el éxito de su aforo, el bar de Mendi no parece mal lugar para seguir el concierto. Es cierto que no se ve el escenario y que el sonido aparece tamizado por las vigas de hormigón que sustentan el edificio multiusos. A cambio hay cerveza y bocatas. También aquí se reproducen, de nuevo, las distinciones. A un lado un centro comercial ha instalado un mostrador en el que se ofertan cd´s y vinilos a partir de 5.99 euros. Las vendedoras aparecen enfundadas en discretas camisetas y atienden con esa profesionalidad hueca que se les presupone a, digamos, las azafatas de una línea aérea local. De este lado cartelitos anuncian solaz para el espíritu con ofertas en música hip hop, swing time, be bop.... Justo enfrente otros cartelitos anuncian solaz para el estómago con indicaciones sobre el precio del pepito de ternera o del katxi de Carlsberg «la cerveza del festival». Las camareras lucen colgantes, rastas y hasta piercings y es que ya advirtieron los sabios hace siglos de la muy fundamental y radical diferencia entre los mundos del espíritu y la carne.
En una cena homenaje transcurrida hace ya años en uno de los comedores del hotel Canciller Ayala de Gasteiz, el escritor y periodista Manuel Leguineche comparó a este hotel con el mítico Plaza de Nueva York. Es evidente que si como se afirmaba al principio Garaio no es Copacabana, Gasteiz tampoco recuerda a Manhattan. Sin embargo la comparación es afortunada y sutil, no porque en las inmediaciones del mítico hotel neoyorkino se encuentre Central Park y justo enfrente la fuente Pulitzer. Al fin y al cabo, los vitorianos tienen del otro lado de la calle el parque de La Florida y las estatuas de unos guerreros en piedra que nadie sabe muy bien quiénes son, ni qué hicieron. La comparación es afortunada porque ambos establecimientos hoteleros representan, en un caso, el cosmopolitismo de una de las grandes ciudades del mundo, y del otro, la mundanidad de una ciudad de provincias con ínfulas.
Es en sus salones de amplios ventanales con vistas al parque donde el jazz se viste de largo a partir de las doce de la noche. El «todo Vitoria», que es en realidad un parte muy reducida de un conjunto amplio y diverso, se da cita, trago largo en mano, para la ocasión. Una de las asistentas a estas veladas fue Lucía Etxebarría quien dejó imborrable recuerdo de su paso al afirmar que la ciudad era durante estas fechas el adecuado marco para dar rienda suelta a la pasión amorosa. A los vitorianos de infantería, esos que contemplan las luces de los salones del Canciller desde la calle, el comentario les llenó de asombro. De todos es sabido que la lujuria espontánea no es, en la capital administrativa de Euskadi, un pecado, sino un auténtico milagro. Y esto no hay festival que lo solucione.