Félix Placer Ugarte | Profesor en la Facultad de Teología de Gasteiz
Pluralismo religioso y convivencia social
En una sociedad tradicionalmente poco habituada a diferentes culturas, siempre resulta complejo y difícil acogerlas y comprender sus comportamientos y formas de expresión. También en el tema religioso. En teoría y siempre que no afecte directamente a las costumbres ciudadanas, se admite que cada persona tiene derecho a la libertad religiosa; pero las actitudes cambian cuando esa libertad afirmada afecta a un contexto concreto.
Hoy en nuestro entorno resulta ya habitual la presencia de nuevas culturas y religiones con sus correspondientes lugares de culto. Por ejemplo en la CAV hay treinta mezquitas. La sensibilidad ciudadana reacciona de formas diversas ante este fenómeno. La historia es testigo de encuentros, desencuentros, violencias, rechazos entre culturas religiosas diversas. Hubo épocas medievales de convivencia positiva entre musulmanes, judíos, cristianos. En Pamplona, Tudela, Estella, entre otros lugares de Euskal Herria, se favorecieron y mantuvieron relaciones comerciales y culturales dentro del respeto de sus diferentes creencias. Razones políticas, económicas y la poderosa intransigencia eclesiástica provocaron una creciente animadversión popular contra judíos y musulmanes. Los desmanes populares contra judíos llegaron a tal nivel de violencia y crueldad que, en ciertos casos, tuvieron que ser protegidos por los reyes y obispos en Navarra. Estas actitudes y comportamientos segregacionistas culminaron con la expulsión de judíos a finales del s. XIV y musulmanes en el s. XV. La inquisición española fue el instrumento religioso-político para suprimir toda libertad religiosa e imponer la uniformidad católica contra judíos, moriscos, protestantes, ilustrados, presuntas brujas y supersticiones.
Aquellos tiempos nos resultan hoy lejanos. Sin embargo se mantienen prevenciones, sospechas y desconfianzas que desembocan también en conflictos públicos. No es sencillo convivir socialmente con diferencias culturales y religiosas tan profundas y asumir un pluralismo que no consiste, por cierto, tan sólo en darse cuenta de las nuevas formas de expresión religiosas que se van manifestando en nuestro entorno. Es algo más. Implica abrirse, sin prejuicios, a su manera de pensar y comportarse. Y es preciso admitir nuestro desconocimiento de esas religiones, costumbres y prácticas tan diferentes a las nuestras.
Afirmar, en principio, el derecho de cada persona y grupo a su propia manera de pensar y practicar la propia religión, supone reconocer que sus convicciones tienen también su verdad y valores propios. Lo mismo que las nuestras, sean religiosas o laicas. Es preciso, si queremos convivir con ellas, reconocerles la misma presunción de legitimidad, dignidad y sinceridad que cada creyente otorga a la suya. Nadie posee la verdad absoluta, aunque tampoco hay que olvidar que las religiones, al ser creaciones humanas y respuestas elaboradas en culturas y condiciones concretas, tienen sus limitaciones y pueden ser utilizadas -y de hecho así ha sido en múltiples ocasiones- para objetivos contradictorios. Y no hace falta ir a otras religiones para comprobarlo. La misma religión católica legitimó conquistas y expolios, persecuciones y crueldades en el llamado descubrimiento de América. También entre nosotros, por ejemplo, la conquista de Navarra por los Reyes «católicos» se apoyó en bulas papales y razones religiosas. Y hoy los enfrentamientos interreligiosos han sido y continúan siendo permanentes y amenazadores, a nivel mundial.
Esta penosa historia religiosa y también los actuales conflictos han movido a diversas confesiones religiosas a lograr un mutuo entendimiento y colaboración a favor de la humanidad. Hace unos años el Parlamento de las Religiones del Mundo (entre ellas el budismo, cristianismo, judaísmo, Islam, etc.) suscribió una importante «Declaración» abogando por un orden ético mundial que implicaba un trato humano sin discriminaciones, el compromiso a favor de una cultura de la no violencia y respeto a la vida, la solidaridad y un orden económico justo, una cultura de la tolerancia, igualdad y camaradería entre hombre y mujer. Esta Declaración supone -afirmaban- un cambio de mentalidad, como condición indispensable para hacerla realidad social y mundial. La Declaración Islámica Universal de los derechos humanos presentada en la Unesco había presentado ya antes un orden islámico de respeto a la vida, a la libertad, a la igualdad, a la justicia, al derecho de asilo, a la protección contra la tortura...
Tales declaraciones y afirmaciones se oponen a cualquier fundamentalismo y proselitismo. Abogan, en definitiva, por un mundo justo y convivencial, basado en una ética universal que garantice los derechos para personas y pueblos donde la humanidad sea la gran familia y la tierra, respetada y cuidada, la casa de todos; donde haya sitio y lugar para que puedan convivir hombres y mujeres, grupos y pueblos con sus diversas convicciones, creencias y culturas. Son una paso decisivo para superar prejuicios y caminar hacia un paradigma nuevo de civilización mundial dentro de la amplia diversidad de identidades y diferencias enriquecedoras.
Sin embargo los conflictos y enfrentamientos no han desparecido y rebrotan a escalas locales y territoriales. No sólo por razones estrictamente religiosas. También por motivos étnicos, intereses económicos, prejuicios culturales y hasta actitudes xenófobas. Con frecuencia y alegando razones de alteración del orden público y seguridad ciudadana, se encubre una hostilidad hacia quienes se considera un obstáculo competitivo en puestos de trabajo y prestaciones de ayudas sociales.
El problema es altamente complejo, pero esas reacciones son debidas, con frecuencia, más a prejuicios que a amenazas reales. De todas formas exigen y constituyen un desafío urgente a la conciencia y convivencia ciudadanas y sociales. Tales conflictos no se resuelven por medios impositivos, y menos aún con amenazas y rechazos. Requieren diálogo y entendimiento. Deben partir de un mutuo reconocimiento de los derechos arriba afirmados y del convencimiento de que cada religión posee sus propios valores, verdad y bondad. Así lo reconoció el mismo concilio Vaticano II, invitando a la solidaridad. Por supuesto dentro de la laicidad que, por cierto, no significa negación de toda religión, sino mutuo respeto social e ideológico en una sociedad plural.
Desde instancias políticas, sociales, culturales y éticas se impulsa hoy un diálogo que permita avanzar hacia un ciclo nuevo de democracia y superación de toda violencia y también hacia un mundo diferente, éticamente sostenible, donde en lugar de un choque de civilizaciones construyamos un mundo de diversidad, pluralismo y convivencia. Las religiones y diversas confesiones están hoy confrontadas al urgente desafío de colaborar en la realización de esa ética mundial. En cada lugar se deberá ir realizando ese acuerdo global desde actitudes de respeto y convivencia. Sin imposiciones ni presiones, podemos caminar hacia una relación ciudadana mutuamente enriquecedora de la que ya tenemos experiencias y realizaciones positivas.
No hay duda de que este cambio de mentalidad, la predisposición y práctica del diálogo contribuirán a encontrar soluciones satisfactorias para cada una de las partes. Y no sólo eso. Serán un paso importante para una sociedad diferente en el reconocimiento y aprendizaje de mutuos valores, apertura a nuevas visiones del mundo, integradas en el proceso de la humanidad hacia la paz desde la justicia entre personas y pueblos.