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César Manzanos | Doctor en Sociología

Los miserables ricos asesinos de Amalur

No olvidemos que vivimos en un país en el que el proyecto político de la burguesía durante las últimas décadas ha consistido en enriquecerse con la producción de cemento y de productos derivados de la industria forestal

Pasan, atronadores, hordas de vagabundos. No son mendigos, ni seres que fueron pobres. Ellos estuvieron enamorados. Disfrutaron de la vida. Fueron dueños de propiedades, madres o padres. Son las gentes llamadas de bien que al resto nos consideran gentuza. Su vida se truncó cuando ya lo tuvieron todo y vieron que su desasosiego por mantenerlo y expandirlo no tiene límites. Mientras, seguían envejeciendo, caminando de espaldas a la muerte, seguían educando a sus hijos como a futuros devastadores. Se hicieron viejos, agrios y siempre malhumorados. Se convirtieron en víctimas de sí mismos después de engordar asesinando a millones de personas con sus armas silenciosas: la explotación, la corrupción, la deudocracia. Su afán de acumulación les llevó a la ruina afectiva, cuando no su ruina afectiva les provocó enfermedades crónicas, mortales. Son los vagabundos de sueños, de ilusiones, de vida, creados por un mundo que fabrica seres sumisos, pasivos, confusos, paranoicos, ansiosos, angustiados, depresivos y deprimentes.

No son seres zarrapastrosos sino más bien esperpénticos. Son seres que no se ven, que no te ven, seres que deambulan caminando en tránsitos interminables hacia ningún sitio, son seres a quienes les enseñaron matemáticas pero no les educaron para la vida, para el encuentro, para la solidaridad. Son seres que sólo aspiran a mantener la automoción de normalidad difusa y como nada les satisface, viven en el horror de mendigar reconocimiento, afecto, compañía, de mendigar todo aquello que mitigue el dolor de la espina del sinsentido clavada en sus entrañas, todo aquello que oculte el profundo ahogamiento que les provoca la ausencia de sí mismos y de los otros. Consumen pero no disfrutan, respiran pero están muertos, hablan pero no piensan por sí mismos, matan pero no quieren ver los cadáveres y niegan a las víctimas de sus asesinatos. Son el sujeto psicológico estándar de nuestros países enriquecidos que jamás aprendieron la más elemental lección sobre el arte de vivir: lo único que merece la pena en la vida es aquello que no se puede comprar, ni vender.

Son, por ejemplo, y entre muchos otros, quienes dicen amar a su tierra y su único proyecto político consiste en devastarla convirtiendo las piedras de los montes en macromonstruos llamados eufemísticamente «infraestructuras claves» que no hacen sino alimentar el negocio de siempre: dinero público para sus empresas privadas que asfaltan y asfaltan no importa para que: trenes de alta velocidad, macro cárceles, macro cuarteles, hipermercados... qué más da.

No olvidemos que vivimos en un país en el que el proyecto político de la burguesía vasca durante las últimas décadas ha consistido en enriquecerse en gran medida con la producción de cemento (comerse los montes) y de productos derivados de la industria forestal, es decir, plantar pinos, construir serrerías y producir papel y muebles (desertizar la tierra). Este es su miserable legado, el asesinato de Amalur.

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