Antonio Alvarez-Solís | Periodista
El antibehring
Antonio Álvarez-Solís hace referencia al documento que Anders Behring Breivik, autor confeso de la matanza de Oslo y Utoya, ha dejado escrito, y expresa su temor de que sea adoptado como «catecismo» por quienes habitan el sistema y se alimentan de «los despojos de una democracia de la obediencia que ha superado su fecha de caducidad». A juicio del veterano periodista, urge escribir un «Antibehring».
Sospecho, creo que con verdadero fundamento, que el libro que ha dejado escrito el genocida noruego Anders Behring va a ser leído copiosamente. He repasado una y otra vez los extractos que ya son públicos de la obra del «templario» noruego -por tal se tenía- y me he estremecido en el recuerdo del «Mein Kampf», tan radicalmente vigente, tan actual en el mundo que vivimos. Sospecho también que a estas horas una serie de editoriales, alimentadas copiosamente por los caudales y los grandes medios del Sistema, han de estar luchando por obtener los derechos de su publicación. Es urgente, pues, que una serie de escritores con renombre y no el que esto escribe, un viejo al borde de la extinción, escriban «El Antibehring». Porque la obra del noruego va a constituir un catecismo potentísimo entre quienes habitan el Sistema y se alimentan a diario con los despojos de una democracia de la obediencia, que ha superado ya su fecha de caducidad. Decía el premier noruego que estas tragedias hay que superarlas «con más democracia», pero ¿de qué democracia habla el jefe del Gobierno noruego? ¿De la que filológica e históricamente cabe en la referencia o de los jirones inertes a que se reduce la actual? También de esto hay que hablar incansablemente.
Ante todo la obra de Anders Behring nos pone ante una contradicción flagrante y cotidiana de gran parte de la ciudadanía que ahora condena al ya famoso noruego. Se trata de que esos ciudadanos que reclaman para Behring penas durísimas de cárcel pasan horas ante un televisor subyugados con películas cuyos héroes son seres excepcionales que matan masivamente en nombre de un delirante Imperio, con armas sofisticadas y uniformes que resaltan al héroe invencible, a los ángeles reparadores o a los dominadores que están ajenos a cualquier tipo de normalidad cívica y política, incluyendo la ternura del amor, que ellos practican con los rostros aún bañados por la sangre de sus víctimas.
Esos ciudadanos suelen, además, adquirir para sus hijos vídeos en donde la dominación violenta llega a constituir el motivo del triunfo en cualquier situación o juego. ¿Están seguros esos ciudadanos, aparte de entusiasmarse con la simpleza correspondiente del espectáculo, de estar moralmente tan lejos de Behring? ¿Creen que los buenos son simplemente buenos porque cubren de cadáveres de los malos el recuadro de la pantalla? ¿Los que triunfan al fin practican las hermosas virtudes que se atribuyen a la democracia? ¿Hasta qué extremo los manipuladores del Sistema que fabrica al héroe indiscutido -el que tiene siempre el as de la razón- no nos han intoxicado exhibiendo su violencia como eje del gobierno en el que se delegan ciegamente nuestras facultades de soberanía?.
Pensemos solamente un rato, un pequeño periodo de tiempo, sobre esta degeneración de la virtud de la confianza, que dejamos admirativamente, convertida ya en renuncia, en manos de quienes se han autoproclamado dirigentes de un universo que debe ser conducido mediante la autodivinización del poder. Cuando llego a considerar este punto procuro salvar de la alienación y del deslumbramiento mi responsabilidad ante los demás asiéndome a la frase del Nobel de química y profundo creyente Otto Hahn, que dijo algo literalmente espléndido en pro de la valiosa responsabilidad de cada ser humano ante si y ante los demás: «Que Dios me de fuerzas para no confiar ciegamente ni en Él mismo».
Una de las reclamaciones populares más frecuentes en Occidente es la que se refiere al rechazo de árabes, africanos, inmigrantes pobres que arriban desde tierras destruídas o explotadas previamente por Occidente y que buscan algo de pan tras un viaje normalmente monstruoso. Pues Behring es un doctrinario eminente de estas prácticas de proscripción que destrozan la libertad, la igualdad o la fraternidad, que era el lema que llevó a Europa, tras un prólogo ilustrado, a librarse del bárbaro feudalismo ¿Volvemos, pues, y sin el más mínimo pudor, a ese «antes» que redujo el cristianismo a iglesias oscurecedoras de toda la inmensa humanidad de Cristo?
Dice el sangriento noruego que la gobernación del mundo debe reposar en la minoría que encarne la grandeza y la virtud, el heroísmo y la luz, entendida esta última como rectora de los papeles que hemos de aceptar todos los demás, reducidos a algo parecido a la «santa» obediencia que destruye toda personalidad; esos «demás» que se sumergen tan frecuentemente en delatores deliquios cuando ven desfilar a brillantes cuerpos armados tantas veces encargados de agresiones inicuas. A este respecto recuerdo siempre una frase de Albert Einstein que decía, quizá excitadamente y a propósito de esas expresivas admiraciones: «Si a uno le gusta caminar en fila no puedo menos que despreciarle, porque tiene cerebro sólo por error; en realidad le bastaría la médula espinal». ¿No consiste en esa peligrosa entrega al dirigente indiscutible la doctrina de la «santa» obediencia que es la que ahora, convertidos en dioses los banqueros y en Arca de la Alianza la Bolsa, rige en profundidad el mundo? De la obediencia ciega a una doctrina o a un dirigente dice con queja el teólogo Eugen Drewermann: «No se puede prescindir del carácter estructuralmente irracional de las formas autoritarias de dominio».
Y de lo escrito por Anders Behring se desprende una irracionalidad que reduce la libertad, que es el corazón del hombre, a unas miserables adhesiones.
Pero hay que hacer algunas precisiones importantes, creo, en torno a la libertad. De ello me he ocupado otras veces en mis papeles volanderos, pero hoy la cuestión adquiere un relieve sobresaliente. La libertad no consiste en decir lo que se piensa, puro ruido, sino en reflexionar sobre la mecánica del propio pensamiento para decidir si ese pensamiento puede denominarse así. El pensamiento realmente tal constituye una tarea dolorosa, muy esforzada.
En primer término hay que depurar si lo que pensamos nos ha sido dado desde el exterior sin pasar el control de la propia dialéctica. Un pensamiento adialéctico es simplemente una ocurrencia y en el caso de Behring, una ocurrencia que destruye el suelo de la vida y de la libertad. Los que siguen regularmente las tertulias políticas de televisión saben perfectamente a que me refiero.
Cuando se da ese pensamiento la gente deja de pensar y se atiene a lo generalmente establecido sin considerar que lo establecido lo ha sido merced a una constante tarea de vaciado mental de la mayoría.
No se trata, pues, de pensamiento sino de consignas. El mundo actual ha hecho de la consigna una teología muy sólida. Esa «teología» conduce, por ejemplo, a que se intente desactivar la revuelta de los «indignados» en toda Europa mediante el argumento de que se trata de expresiones muy superficiales ante una serie de dificultades severas que padecen los precarizados. Un comportamiento de tal índole, entre la burla y la amenaza, tiende a impedir una vía valiosamente alternativa para edificar un mundo razonable. Es como si se enfrentase este movimiento con un populismo revestido de capa pluvial de mercadillo. Resulta miserable recurrir al burlesco halago a los «indignados» con la esperanza de reasumirlos en la gran obediencia. La manifestación de los «indignados» es vaciada de su posible valor por quienes esparcen consignas dun-dun de un fascismo con máscara.
Por eso vuelvo a preguntarme qué ha querido decir el premier noruego con eso de que lo sucedido en Oslo se remedia «con más democracia». Pero ¿qué democracia? Poco antes de morir dijo Buda: «Vosotros sois vuestra propia luz. No os canséis nunca de buscar». Esa es la cuestión.