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Iñaki Egaña Historiador

Clandestinos

Llueve en el exterior, lentamente como si las gotas tuvieran reparo en alcanzar las losas del pavimento. Las cortinas están corridas, andas descalzo por la habitación cuando te levantas para cambiar de postura. En la lejanía se oye un alboroto y, automáticamente, aguzas el oído esperando un detalle que te ponga en alerta. Hace unos años, cuando eras novel en estas cuestiones, cualquier ruido te ponía ojo avizor. Ahora sabes que hay que esperar. Algún día, una de las falsas alarmas no lo será. Y entonces todo se habrá acabado. Lo intuyes, pero no quieres pensar en ello.

Lo has sabido desde siempre. Lo has llevado en tu zurrón. Con esas miles de evocaciones que te acompañan en tu deambular sin destino hermético. Porque sabes que tu objetivo no está entre calles, ni en avenidas ni mansiones, grandes o pequeñas. Tu destino está en otra parte. Y en ninguna. Tu estrella no destila brillo alguno. No puede. Ni debe. Perteneces al mundo de los que no existen y quizás, no existirán jamás. Tu destino está en la lucha. En la utopía. En el éxito. Nunca en el olvido.

Y por eso confías en los tuyos, antídotos del olvido. Tienes una fe ciega en todos y cada uno de quienes se adelantaron y probablemente te precederán. Tu vida está cruzada de dudas, de indecisiones, pero jamás has titubeado sobre la fidelidad de los tuyos. Es tu mayor caudal y, en los días en los que el mundo se torna de tonalidades grises, tu único asidero. Tu cordón umbilical con la causa.

Nadie te había arengado sobre la clandestinidad. En las crónicas épicas, y a pesar de todo mágicas, que te referían tus compañeros de militancia, los horizontes naturales condensaban colores más vivos, sonidos más poéticos que los del eco del silencio que te atenazan ahora. La soledad es tu compañera, en demasiadas ocasiones la única compañera. Soledad con siete letras, soledad que la has sufrido hasta agotarla.

Cuántas noches has tenido que pasar al raso, contando los minutos para que se hiciera la luz. Agazapado tras los setos de un parque, echado en el coche del aparcamiento de un supermercado, evitando la linterna del vigilante. En una habitación desconocida. Cuántas noches aguantando el sueño, enemigo como el uniformado que sigue tus huellas, maldiciendo aquella cita fracasada por precaución, aquel coche que se gripó en una cuesta inofensiva.

Y en estas veladas interminables, el recuerdo de los tuyos se convierte, como su fidelidad, en el mayor de los alivios. Cómo no evitarlo. Tu niñez se agolpa en detalles, en juegos, en canciones, en gritos. El cuenco de leche que te preparaba tu madre mientras te mesaba los cabellos, las historias de ese padre que nunca conociste, que murió lejos de casa. Ese padre que, sin presencia, te desbrozó el camino, te dio la vida a través de ella y de sus amigos, responsables de mantener viva la llama de su memoria.

Esos recuerdos del caserío, cuando os juntabais hermanos y primos para honra de tus mayores. Cuando compartías cama y miedos, al anochecer como ahora. Pero entonces los miedos, los de tu prima a la que ya sacabas un palmo, no eran los mismos. El ulular de la lechuza atraía a las brujas que aterrizaban con su escoba, a los sacamantecas que aplastaban la hojarasca con sus botas de gentiles, a los duendes que se llevaban a las niñas traviesas.

Y os juntabais todos en la misma cama para haceros fuertes frente a las sombras que os acechaban. Sombras y miedos que hoy, desde tu escondite, no dejan de provocarte más de una sonrisa. Expresiones que a nadie puedes contar, a nadie puedes relatar. Sobre todo cuando te embarga la melancolía. Hay que ser fuerte en medio de la zozobra. ¡Cuántos años sin verlos, sin saber de ellos, de sus hijos, de sus penas y de sus alegrías!

Recuerdos de militancia, recuerdos de situaciones y escenarios que ya nadie te podrá robar. Ni aunque te cuelguen de grilletes, ni aunque te den picana. Porque con esos amigos de vida y muerte ofreciste una razón contundente al futuro. La razón de llegar hasta el final en la intención de decir, como cantaba el bardo, que somos quien somos. Hombres y mujeres que anidaron en tu corazón y en el de todos nosotros.

Lo sé. Lo sabemos. Callamos, calláis con lágrimas que no escribimos. Que dejamos deslizar hasta que se esfuman entre los meandros más recónditos de nuestra tierra, esa misma que añoráis con más intensidad que la de un amor adolescente. Callamos las lágrimas de esos ojos que nos han enseñado la vida y que una vez se entristecieron al conocer la muerte. Sangre de nuestra sangre.

Ahora, los miedos que te atenazan son otros. Los primeros en casa, en la ya vieja y para ti nueva casa. Tienes tanto miedo a que alguna distracción tuya, a que algún movimiento mal valorado, suponga un peligro para tus compañeros que, a veces, la responsabilidad te ahoga. La militancia clandestina crea lazos imborrables, tan duraderos que no hay viento que los derribe. Por eso te asusta el fracaso de tu tarea.

Miedo, también, a los uniformados, disfrazados de lecheros, de vendedores ambulantes, de hombres de negocios, de punkies o de criadores de sapos. Cientos, miles de disfraces posibles que, a veces, ahondan en tus paranoias. Porque sabes que bajo la cesta de la compra, dentro del bolso de marca o de piel de cocodrilo, en la pernera del pantalón, bajo el sobaco, esconden una pistola con una bala en la recamara. Pistolas diseñadas para matar, para hacer valer el orden establecido. Ese mismo orden contra el que estás luchando.

Y sabes del poder del arma porque tú llevas una.

Llevas días con las persianas de una casa que no conoces, con un vecino que únicamente aparece los domingos, cerradas. Consumiendo comida enlatada, que por cierto sabe a serrín, para mantener esa sensación eterna de que tu refugio está vacío. Agazapado junto a la ventana de la cocina, robando ese rayo de luz que se filtra impertinente, para leer línea a línea, las páginas de un libro que lo conoces de antaño. Porque lo que no puedes saborear en la cazuela, lo disfrutas desde el papel. Has manoseado sus tapas como si fueran la piel de una mujer hermosa.

Y si conocieras la vida clandestina de su autor, Miguel Bonasso, te sentirías identificado con sus experiencias montoneras. Ya lo haces a través de sus letras: «El terror desciende con el techo de tu propia casa. Te acompaña en todas tus salidas a la calle, Por la noche, de regreso en la guarida, ves una película sobre la resistencia francesa y lo que antes te parecía una hazaña hoy te resulta trivial. Te has pasado el día burlando controles, razzias y `pinzas', compartiendo el territorio con ellos: los horribles».

Los horribles, los mercenarios. Ellos, el enemigo.

Tus emociones, sin embargo, son otras. Es cierto que sientes admiración por compañeros a los que jamás viste. Es notorio que tus sueños se colorean con los destellos más agudos. Es notorio que siempre percibiste el calor de los tuyos. Pero jamás buscaste notoriedad. No vas a escribir un libro y sabes que algún día, la clandestinidad concluirá. Tampoco es eterna. Tu nombre es el de todos y el de nadie. Sólo los tuyos lo deletrean con certeza.

En ellos está precisamente tu fuerza. En su solidaridad que es la tuya. Por eso te hiciste clandestino. A tu pesar. Huyendo de los horribles. Defendiendo la casa de tu madre de las hienas. Construyendo este nuestro país, que a pesar de tantas ingratitudes, que a pesar de tantos sufrimientos, que a pesar de los pesares, un día será libre. Un día en el que podrás correr la cortina, pasear por el piso en zapatillas y encender la luz a cualquier hora del día. Porque la libertad entrará precisamente por esa ventana que entre todos estamos convencidos que la vamos a abrir.

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