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Besos de cine: pasión y sueños

Ligadas a nuestros recuerdos se encuentran aquellas escenas míticas selladas con un beso de celuloide. La emoción se multiplica entre los espectadores ante la visión de una secuencia que alterna palabras, abrazos y el roce de dos labios. ¿Dónde radica la fuerza del beso, ese acto primitivo y mágico capaz de reforzar las intenciones de una historia?En «Brokeback mountain» (2005) vimos cowboys sensibles capaces de reforzar su amistad a través de un beso eterno, tortuoso, sensible, telúrico... como todos los besos.

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Koldo LANDALUZE | DONOSTIA

D esde una óptica meramente academicista, la acción de besar significa «tocar u oprimir con un movimiento de labios, a impulso del amor o del deseo o en señal de amistad o reverencia», pero a efectos ensoñadores, el beso adquiere una dimensión telúrica entre el patio de butacas en cuanto las luces se apagan y una luz se proyecta contra la pantalla blanca. A partir de ese instante mágico, el espectador-voyeur se hace partícipe de ese beso que ocurre al otro lado de la pantalla y proyecta en él todos sus anhelos.

Hoy en día, muchas personas afirman que el beso ha perdido buena parte de su esencia primitiva y afirman que «ya no se besa como antes» o que «ya no es más que un mero trámite dentro del guión», pero lo cierto es que -a tenor de los aplausos que han sido escuchados en infinidad de salas de cine y que fueron provocados por el beso que Ron y Hermione protagonizan en «Harry Potter y las reliquias de la muerte»- este acto no deja indiferente a los espectadores.

A lo largo de la historia del cine han sido muchas las secuencias míticas que, gobernadas por un beso, permanecen en nuestra retina. Cada cual guarda para sí ese instante esperado. Entre los más recurrentes siempre figuran clásicos como el que protagonizaron Scarlett O´Hara y Rhett Buttler cuando él, y antes de partir a la guerra, le dice a ella: «He aquí a un soldado del Sur, Escarlata. Que quiere sentir tus abrazos, que desea llevar el recuerdo de tus besos al campo de batalla. Nada importa que tú no me quieras. Eres una mujer que envía a un soldado a la muerte con un bello recuerdo. Escarlata, bésame... bésame una vez». En ese momento definitivo, la música de Max Steiner envuelve un beso enmarcado en scope y rojo technicolor. Un beso que, para el común de los mortales, resultó mítico y para la actriz Vivien Leigh un auténtico suplicio debido a la terrible halitosis que padecía el galán Clark Gable.

Sin la cobertura del technicolor y la monumentalidad de «Lo que el viento se llevó» (1939), en blanco y negro también se intuye el calor y la emoción que impregnan la secuencia de «De aquí a la eternidad» (1953), cuando ya advertidos por la cámara de la presencia de una ola embravecida, el objetivo fija su interés inmediato en el beso que Deborah Kerr y Burt Lancaster comparten sobre la arena de la playa, mientras el mar los envuelve en un manto envidiado.

Voyeur entre voyeurs, el mago del suspense Alfred Hitchcock se mostró más burlón que de costumbre cuando supo eludir la censura que podía hacer peligrar la escena del beso entre Ingrid Bergman y Cary Grant en «Encadenados» (1946). En la terraza de un hotel, abrazados, Bergman y Grant acompañan sus besos tímidamente entrecortados con un diálogo culinario genial y una llamada de teléfono. El beso de «Encadenados» -la escena tiene una duración aproximada de tres minutos- se considera como la más larga de la historia del cine.

El viento y la lluvia sacuden los paisajes de una Irlanda imaginada por John Ford en «El hombre tranquilo» (1952). Junto a un bosque de lápidas y cruces celtas, cobijados bajo las ruinas de una iglesia, John Wayne y la indomable pelirroja Maureen O´Hara sellan su amor con un beso teñido de lluvia y truenos.

Gregory Peck aloja en su cuerpo una bala mortal y una necesidad antes de morir. En su agonía reclama la presencia de Jennifer Jones. Es entonces cuando ella, también herida, arroja su rifle y se arrastra por un suelo agreste de polvo y roca mientras grita que le espere. La Muerte aguarda pacientemente mientras observa su reloj de arena y el espectador ruega desde su butaca que la Parca sea generosa y prolongue la vida de estos amantes desesperados al menos durante unos segundos. La Muerte es juguetona, sabe mostrarse generosa -sobre todo cuando ya ha ganado- y otorga ese instante anhelado por el público. Jennifer Jones y Gregory Peck se reencuentran y sellan el final agónico de «Duelo al sol» (1946) con un abrazo ensangrentado y un beso en el que invierten su último aliento de vida.

Todos los perros vagabundo del mundo sueñan con una cena compartida en un callejón y a la luz de una vela. Al compás de la serenata «Belle Notte», dos de ellos comparten un plato de spaguetti. Todos los perros desean que el último hilo de spaguetti derive hacia ese beso canino perpetuado en «La dama y el vagabundo» (1955) por la factoría Disney.

¿También sueñan así los simios? Lo ignoramos pero, no cabe duda de que esta especie superior no vio con buenos ojos el beso que la eminente doctora Zira recibió de aquel ser inferior -humano- que afirmaba haber llegado de las estrellas. A las puertas de uno de los finales más recordados de la historia del cine y poco antes de maldecir a la humanidad al completo, Charlton Heston cometió en el «Planeta de los simios» (1968) el acto sacrílego de besar a la doctora Zira.

Audrey Hepburn ya no canta «Moon River»; llora mientras fuma en un taxi. Su rebeldía indomable ha sido cuestionada y su gato vagabundea por las calles de Nueva York. En el escaparate de Tiffany refulgen los diamantes pero ella sólo fija su interés en el anillo que, momentos antes, le arrojó George Peppard. De entre la lluvia vuelve a asomarse la canción «Moon River» y Hepburn recupera su gato. Primero le besa a él y después a George Peppard. En las noches de Nueva York, los durmientes sueñan con emular aquel beso inmortalizado por Blake Edwards en «Desayuno con diamantes» (1961).

A escasos metros de distancia de aquel callejón y mientras se descuelga por una telaraña, Spiderman deja de ser superhéroe por un instante y recupera su esencia humana de Peter Parker cuando Kirsten Dunst descubre ligeramente su máscara y un poco de su rostro, lo suficiente como para que se asomen sus labios. Su sentido arácnido se paraliza por efecto de este beso.

¿Qué sería un beso de película sin París como telón de fondo? Amélie Poulain responde a ello con un pastel y unas lágrimas. Esta mañana no creía en milagros hasta que sonó el timbre de su puerta. Audrey Tautou y Mathieu Kassovitz nos recuerdan que la magia es posible con la ayuda de un beso y un vertiginoso paseo en motocicleta.

En nuestro retorno al blanco y negro no hay que esperar hasta el final de la película para topar con un beso. Ya se ha producido en una escena compartida por Marilyn Monroe y Tony Curtis. Él le dice a ella: «Me dijeron que estaba acabado del todo, irremisiblemente. Y ahora acaba usted de burlarse de todos los especialistas... ¿Dónde aprendió usted a besar de esta manera?». Ella responde: «Vendiendo besos para la cruzada infantil». Secuencias antes de que Jack Lemmon y Joe E. Brown legarán para la posteridad la explosiva frase «nadie es perfecto»; Billy Wilder patentó el beso-sonrisa gracias a este diálogo de «Con faldas y a lo loco» (1959).

Además de cigarrillos, los labios de Humphrey Bogart también albergaron besos. Tuvo una buena maestra, Lauren Bacall se lo detalló irónicamente en «Tener y no tener» (1945): «Sabes como silbar, ¿verdad, Steve? Tienes que juntar los labios y soplar». Bogart siempre fue un buen alumno, lo supimos desde que lo vimos entre humo y desencanto en «Casablanca» (1942). El propietario del «Rick´s Café Américain» se ha refugiado en la penumbra de su local y ahoga sus recuerdos en alcohol. Entre el humo de sus cigarrillos aflora la última vez que la vio en París, imposible olvidar aquel día; los alemanes vestían de gris y ella llevaba un vestido azul. El dolor se acrecienta con los primeros acordes de un piano y la voz de Sam: «Debes recordar esto: un beso es siempre un beso, un suspiro sólo un suspiro. Lo esencial permanece, el tiempo pasa. Y cuando los amantes hablan siempre se dicen 'te quiero'. Puedes estar seguro, no importa lo que el futuro traiga, el tiempo pasa».

Antes de que un ángel deba acometer la misión que le otorgaran sus ansiadas alas, James Stewart y Donna Reed observan la luna en «Qué bello es vivir» (1946). Él dice: «¿Qué has pedido, Mary? ¿Qué has deseado? ¿Deseas la luna? Dime sólo una palabra. La cogeré con un lazo y te la entregaré. Sí, es una buena idea. Te regalaré la luna, Mary». Ella responde: «La acepto ¿y luego?». Stewart completa sus intenciones: «Pues luego te la comes y los rayos lunares saldrán entonces de la punta de tus dedos y de la punta de los dedos de tus pies, y de la punta de tus pelos y... ¿Estoy hablando demasiado?». De improvisto, una tercera persona irrumpe en la escena desde un balcón: «¡Sí! ¿Por qué no la besas en lugar de aburrirla con tu charla?». El deseo de este vecino enfadado -y por extensión de todos los espectadores satisfechos- se cumple.

un beso selvático
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