Los cetáceos en los binoculares, una pieza codiciada en islandia
La «otra» caza de la ballena
Repentinamente, la oscura piel de la ballena jorobada sobresale de la superficie marítima para regocijo de los turistas que han ido a avistarlas y cuya emoción se dispara. Estamos en Islandia, donde la observación de ballenas es un factor turístico en auge, en una época en la que la caza de ballenas es poco rentable económicamente, además de muy polémica.
Nina LARSON (AFP) | HUSAVIK
Cada verano, decenas de miles de turistas se sienten atraídos por las excursiones marítimas en Islandia, tímidamente iniciadas en los años 90 y ahora convertidas en negocio floreciente. Sin embargo, la actividad turística fue directamente amenazada cuando, en 2006, se volvió a permitir la explotación de carne de ballena.
Para Hoerdur Sigorbjarnarson, de 58 años y responsable del negocio familiar Navegando Hacia el Norte, «la vuelta de la caza de ballenas ha sido negativo para el turismo», y para las excursiones que ellos realizan en el pequeño pueblo pesquero de Husavik, al norte de Islandia. «Además, no sirve para nada, pues no existe un mercado de carne de ballena», exclama, apoyado en la mesa larga de madera en la cocina de una de sus embarcaciones para la observación de cetáceos.
La aseveración de Sigorbjarnarson está refrendada por Arni Gunnarsson, presidente de la Asociación de Empresas de Turismo de Islandia, quien añade que «la caza contribuye muy poco a las finanzas del país», las cuales están muy afectadas por la crisis económica mundial. «Es muy sencillo -relata Gunnarsson-, se gana más dinero con la observación de ballenas que con la caza de ellas».
Por su parte, los cazadores están de acuerdo con que el mercado de carne de ballena es estrecho, pues abarca sólo a una parte de Islandia -unos 320.000 habitantes- y a algunos clientes de Japón. Además, este mercado de exportación también se ha colapsado, obligando a los balleneros a posponer su caza anual de ballenas de aleta. «Es verdad que la demanda se ha reducido, pero existe», asevera Kristjan Loftsson, quien a los 68 años dirige la empresa Ballena Hvalur, la factoría más grande de Islandia.
Mientras que la caza de ballenas de aleta escasea en agosto, el de la ballena minke o rorcual aliblanco está en pleno apogeo, con una cuota de cien ejemplares permitidos. Kristjan Loftsson rechaza la idea de que esta caza es perjudicial para el turismo. Él cree que es posible tanto observar ballenas como... comérselas. «Uno va al zoológico, ve ovejas, vacas y luego se va a casa y se las come. Esto no es diferente».
Al mismo tiempo, el turismo evoluciona, y el señor Sigurbjarnarson reconoce que su negocio está en auge. El 90% de sus aproximadamente 30.000 clientes anuales vienen desde fuera a observar a estos mamíferos gigantes, de abril a octubre, durante su migración en aguas de Islandia. Incluso en un día lluvioso y triste, una veintena de turistas, algunos de Austria, Estado francés, Alemania, Italia o Países Bajos, se han embarcado en la «Nattfari», un barco de arrastre de 22 metros, utilizado ahora para la observación de cetáceos en la bahía de Skjálfandi.
«¡Hay interés en ver que hay ballenas!», confiesa Lauga Antoine, un francés de treinta años proveniente de Estrasburgo, acompañado de su amiga Katia Groh, cobijados bajo un impermeable de color amarillo brillante. Empapados, se aferran a la barandilla del barco semisumergido, sacudido por el fuerte oleaje.
De repente, gritos de alegría: la cabeza negra de una ballena jorobada emerge de las aguas grises antes de sumergirse rápidamente con un gran batir de su aleta, proyectando un caudal de agua enorme. En un recorrido de tres horas, el grupo de turistas ha podido ver, a pesar de la escasa visibilidad, dos ballenas jorobadas y un grupo de delfines. Sigurbjarnarson asegura que existe un 98% de posibilidades de ver ballenas en cada viaje.
En Reykjavik, cada vez más agencias proponen ir a observar ballenas, para volver después a puerto, una fórmula turística que, cada vez, es promovida por las distintas autoridades.