Félix Placer Ugarte | Profesor en la Facultad de Teología de Gasteiz
Neocristiandad
Siguiendo la iniciativa del Papa anterior, Juan Pablo II, se va a celebrar en estos próximos días la llamada Jornada Mundial de la Juventud (JMJ). A partir de 1984, jóvenes de diversas partes del mundo, fieles a aquella invitación, se han venido reuniendo anualmente bajo lemas evangélicos. Cada tres años, el Papa mismo preside este evento que alcanzó su cenit de asistencia en Manila, el año 1995, con cinco millones de jóvenes. Ahora es Madrid la sede elegida, que congregará también, según previsiones, a un importante contingente juvenil, centrado en la consigna paulina «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe».
Esta invitación papal responde al deseo de una recuperación de la juventud para la fe y la Iglesia, en especial, en lugares como el Estado español donde la mayoría de los jóvenes se ha distanciado de la institución eclesiástica y para quienes, en número creciente, la religión resulta cada vez más lejana de sus intereses y búsquedas, cuando no opuesta.
Los síntomas de esta desafección, indiferencia, lejanía, desinterés y, en general, carencia de sentido religioso para su visión del mundo y aspiraciones, se reflejan de formas muy diversas. Algunas son observables estadísticamente, como el bajo índice de estima de la Iglesia, la mínima asistencia juvenil a actos de culto, la falta de vocaciones jóvenes a la vida religiosa y al sacerdocio... Y, sobre todo, el desconocimiento e indiferencia ante el tema cristiano y religioso, donde no ven ninguna perspectiva que pueda atraer sus intereses y responder a sus preguntas más apremiantes y urgentes.
Ante esta preocupante situación para una Iglesia envejecida -sobre todo, entre nosotros- y con un futuro muy dudoso para su modelo actual, las respuestas resultan problemáticas y complejas. La institución eclesiástica ha optado por fórmulas de rescate que se expresan y manifiestan precisamente en la JMJ que quiere ofrecer una llamada a la fe, atrayente y convincente, en la intención de sus organizadores.
Pero tal como se han venido realizando estos encuentros y ahora se ha programado para Madrid, su diseño corresponde a una imagen de Iglesia que reproduce y restaura las formas de la cristiandad donde la fuerza eclesiástica se manifiesta con despliegue de masas y poder de convocatoria. Su publicidad está garantizada por una amplia cobertura mediática y su costosa financiación asegurada por los que el «Foro de curas de Madrid» ha calificado como «los mecenas de Rouco», grupo integrado, entre otras, por personalidades de empresas tales como Iberdrola, Banco Santander, BBVA, La Caixa, Vocento, Telefónica, ABC, COPE... Tampoco faltará la «eficaz» cobertura policial para garantizar el orden y, sobre todo, la seguridad de Benedicto XVI, quien aprovechará la ocasión para reiterar sus conocidas posiciones doctrinales y éticas.
Por supuesto, los obispos del Estado apoyan e invitan a la participación de los jóvenes de sus diócesis. También en Euskal Herria, sus dirigentes eclesiásticos se han sumado a la convocatoria de la JMJ; en Donostia e Iruñea con entusiasmo y oferta de medios y acogida; mas discretamente en Bilbo y Gasteiz.
Bajo el ardiente sol del agosto madrileño, se reafirmará, una vez más, la imagen de una Iglesia poderosa, brillante y firme, capaz de lograr concentraciones masivas de juventud y mostrar de esa manera su puesto central y su capacidad de liderazgo para una juventud, a su entender desorientada y sin rumbo en este mundo secularizado.
El símbolo central de estas Jornadas, elegido por el Papa anterior, es la cruz encomendada a los jóvenes para llevarla por el mundo «como símbolo del amor de Jesús a la humanidad» unida una imagen de la Virgen María para acompañar a la cruz en su «peregrinación». Con el deseo subrayado por Benedicto XVI de «vivir la experiencia del Señor Jesús resucitado».
Estas intenciones evangelizadoras, sin embargo, no dejan de levantar la sospecha de una afirmación restauracionista que se inscribe en la línea que los dos últimos Papas han venido marcando y que la mayoría de un episcopado -nombrado con este fin (entre nosotros, con los últimos obispos)-, propugna e impone, contra el sentir de amplios sectores de creyentes. Estamos, a mi entender, ante modelos enfrentados de Iglesia. La JMJ de Madrid representa el planteamiento de una Iglesia neoconservadora que mira más al pasado que a las líneas y propuestas del concilio Vaticano II y olvida los signos de los tiempos -en este caso de la juventud- que abogan por un mundo diferente, por ejemplo, en los Foros Sociales Mundiales (en los que, por cierto, la presencia de la Iglesia y de las propuestas del evangelio son ofrecidas por teólogos de la liberación), en las reivindicaciones de los indignados del 15-M, en Inglaterra, en la apremiante situación de los jóvenes inmigrantes, en los presos de tantas cárceles del Estado y, entre ellos, en el elevado número de presos, muchos de ellos jóvenes políticos vascos, de Euskal Herria.
Desde la creencia y fidelidad al evangelio liberador de Jesús de Nazaret, en una Iglesia que, como se pronunció el concilio citado, es ante todo pueblo de Dios, pueblo de los pobres, es preciso denunciar, como ya lo hizo también el «Foro de Curas de Bilbao», la utilización que la jerarquía católica está haciendo del signo de la cruz para promocionar la JMJ que se va a celebrar, con el patrocino económico de algunas multinacionales financieras y el apoyo del gobierno central. Nos parece una afrenta a Jesús crucificado cometida en los empobrecidos por el sistema económico y por su última crisis.
En efecto, para un mundo secular y una sociedad laica la oferta más convincente de la Iglesia no puede venir del retroceso y restauración de modelos de cristiandad, menos aún de una Iglesia cerrada y centrada en sí misma como referencia única; tampoco en la afirmación conservadora de la fe en fórmulas caducas e incomprensibles, sobre todo para los jóvenes de hoy.
El evangelio y su olvidada interpretación conciliar proponen como centro de su servicio a las personas, a los pobres, a los que sufren, a los que busca una humanidad abierta, solidaria, comprometida en la práctica de los derechos humanos con las personas y pueblos. Una Iglesia dialogante y samaritana cuya misión y finalidad consisten en ofrecer su colaboración a la humanidad y, por supuesto, a los jóvenes que desde la marginación, la emigración, la pobreza, la cárcel, la indignación, reclaman un mundo humano, donde ellas y ellos tengan una lugar, un protagonismo que les abra a un mundo libre y justo -también a una Iglesia- donde puedan exponer, mostrar y practicar sus posibilidades, su energía, su capacidad de trasformación y liberación.
¿Alentará Benedicto XVI en Madrid una Iglesia de los pobres? ¿Será voz de tantas voces silenciadas, reprimidas y crucificadas en los pueblos que buscan su liberación? ¿Denunciará los sistemas políticos y poderes económicos capitalistas y anunciará, como lo hizo Jesús de Nazaret, la liberación a los pobres y a los cautivos? ¿Proclamará y pedirá un tiempo de auténtica reconciliación y amnistía bíblica? ¿Se comprometerá con toda la Iglesia a participar en las inmensas concentraciones de pobreza, de represión, de cárceles, y a caminar -como lo hacen ya admirables testigos- junto a los olvidados de la tierra, jóvenes, niños, ancianos, emigrantes, anunciando hasta la muerte en la cruz la liberación de los pobres y oprimidos?
Entonces su voz sería escuchada y creíble, también por los jóvenes.